Monday, June 9, 2008

ODISEA EN EL ESPACIO

La película me pareció bastante larga, creo que se podía haber resumido un poco y se hubiese entendido igual, las escenas son muy largas; a pesar de todo me gusto, ya que muestra los grandes avances de la tecnología y la evolución de la humanidad. No pude entender el final, pero me atrapo mucho la astucia de la máquina que tenía una inteligencia artificial. Me quedo con la gran intriga de saber que sería de nosotros si existiese una máquina con vida propia.

PEREZ, VALERIA

Monday, June 2, 2008

YO ROBOT...........LIONEL PINO


LA IMAGEN REPRESENTA LO QUE EL ROBOT CREIA.....

Odisea en el espacio......LIONEL PINO

Bueno la pelicula en mi opinion es muy especial en el sentido en que es una pelicula que no pueda ser apreciada por cualquier persona. Tiene buenas cosas como cuando muestra la evolucion desde sus comienzos o las consecuencias que puede llevar a haber si se llegase a desarrollar alguna especie de inteligencia artificial, pero tambien tiene cosas que no me gustaron como cuando mostraban el desarrollo de alguna accion y se volvia muy larga la secuencia por ende muy pesada y molesta. Y en el final se fue por las nubes y termine sin entender nada de nada. Saludos

Sunday, June 1, 2008

2001: A Space Odyssey (1968)

Breve apreciación personal de la película

A mi entender, la película se basa en el ciclo de la vida y la evolución de las especies (Darwin), partiendo de la teoría del Big Bang (1) como el Origen del Universo.
La trama se desarrolla en un ir y venir entre la evolución del Hombre, sus logros y avances a nivel tecnológico; sus planteos a nivel ético y moral; sus cuestionamientos sobre el origen del Universo, el Inconciente Colectivo; los fundamentos acerca del principio de la conservación de la energía (2) y especialmente en el razonamiento lógico, lo que lleva a que las computadoras sigan los mismos lineamientos a nivel racional, empero, tomando sus propias decisiones, que llevan a resultados similares pero vistos desde puntos de vista totalmente diferentes. Esto se manifiesta, puntualmente, con la aparición, en tiempos diferentes de la “Edad Humana”, de tres monolitos idénticos anclados en lugares clave para los siguientes pasos del desarrollo de la vida humana, que básicamente cambian el desarrollo social en función del manejo de la tecnología. Sin embargo, y en general, el ciclo de la vida continúa evolucionando e involucionando, repitiéndose alternativamente, es decir que esa energía vital se va transformando en el tiempo y el espacio pero nunca se pierde. Esto se puede apreciar en el hecho de los viajes temporales, repentinos, aparentemente discontinuos, de uno o más personajes a diferentes sitios o no (temporales o espaciales).


(1) Técnicamente, se trata del concepto de expansión del universo desde un "átomo" primigenio, donde la expansión de éste se deduce de una colección de soluciones de las ecuaciones de la relatividad general, llamados modelos de Friedmann- Lemaître - Robertson - Walker. Según la teoría del Big Bang, el Universo se originó en una singularidad espaciotemporal de densidad infinita y físicamente paradójica. El espacio se ha expandido desde entonces, por lo que los objetos astrofísicos se han alejado unos respecto a otros.

(2) La ley de la conservación de la energía constituye el primer principio de la termodinámica y afirma que la cantidad total de energía en cualquier sistema aislado (sin interacción con ningún otro sistema) permanece invariable con el tiempo, aunque dicha energía puede transformarse en otra forma de energía. En resumen, la ley de la conservación de la energía afirma que la energía no puede crearse ni destruirse, sólo se puede cambiar de una forma a otra (por ejemplo, cuando la energía eléctrica se transforma en energía calorífica en un calefactor).

Irene Michotte

Monday, May 19, 2008

TERCERA HIPOTESIS


La neuroingenieria proveerá los medios para aumentar exponencialmente la inteligencia humana.


Hernan Oviedo

SEGUNDA HIPOTESIS


La interfaz entre la computadora y los seres humanos se volverá tan intima que los usuarios podremos considerarnos superinteligentes....

Hernán Oviedo

PRIMERA HIPOTESIS


Inmensas redes de computadoras y usuarios interconectados


Hernan Oviedo

CUARTA DISCONTINUIDAD


CUARTA DISCONTINUIDAD


SEGUNDA DISCONTINUIDAD


TP 4
HERNAN OVIEDO


PRIMERA DISCONTINUIDAD

SALUDOS HERNAN OVIEDO
TRABAJO PRACTICO 4

COMUNICACION CON IMAGEN + TEXTO


Aqui dejo mi primer trabajo practico, tarde pero seguro.


Salu2

Hernan Oviedo

tp1 Del Carmine noticia


noticias - Ono, el nuevo programa
Como todos saben hay software que sirve para descargar lo que sea a traves de la Internet, ya sean películas, sonidos y canciones, programas o cualquier cosa pirateable.
Estos dependen de la velocidad de conexión, zona geografica y el programa usado.
Para los usuarios del Ares o EMule, es muy comun romperse la cabeza intentando encontrar esa bendita canción inexistente en cualquier biblioteca, pero nos gusta, queremos el tema que nuestro artista toco en vivo en el estadio de Okinawa, y nada mejor que un software para compartir con cualquier usuario del planeta. Ademas, cuantos mas usuarios hayan bajando ese archivo, mas rapido se compartira por haber mas personas transfiriendo ese archivo.El problema, es el tiempo de transferencia de datos, (ademas del tiempo que utiliza para encontrar lo buscado en la red), asi que uno puede pasar un dia entero tratando de bajar una película.
Bueno, sean felices, dos estudiantes de una universidad de Chicago, creado un software que agiliza las descargas de archivos en Internet hasta un 207%.
El programa se llama Ono, y la razón de su velocidad es que al detectar las conexiones, busca usuarios mas cercanos geográficamente, por lo que evita saltos innecesarios, acelerando el proceso.
Ya fue testeado con 150.000 usuarios, y todos mostraron satisfacción con la perfomance de Ono.

Sunday, May 18, 2008


CUENTO:
YO ROBOT



Pérez Valeria

Inteligencias más que humanas

Hipótesis 3La inetrfaz entre la computadora y los seres humanos se volverá tan íntima que los usuarios podremos considerarnos superinteligentes.

Irene Michotte

Saturday, May 17, 2008

Acuña Abel-Primera Discontinuidad

Abel Acuña-Segunda discontinuidad


PREGUNTAS DEL PARCIAL

Comunicación

Denotación y connotación
lengua y habla.
Elementos que componen el proceso de comunicación
Emisor, mensaje, receptor , canal, código, contexto,ruido


Comunicación visual
Sistemas de identificación. Códigos visuales : fotográfico, tipográfico, morfolológico, cromático.
Modificación del mensaje . Según receptor y contexto
Retórica: metáfora, metonimia, sinécdoque . Aplicaciones en la publicidad

Defina con sus propias palabras:
- Las cuatro discontinuidades.- Nanotecnología- Realidad virtual- Cibercultura- Hipertexto- Hipermedio- Inteligencia más que humana- Simulación- Algoritmo- Definición esencial de la www. (world wide web)

1.- Capítulos 1 y 2¿Qué clase de datos tiene una base de datos?
2.- ¿Qué es una interfaz?
3.- ¿Qué son las IMQH y cuales serían sus pros y contras?
4.- ¿Cuáles son las leyes robóticas de Asimov? (p.43 notas)
5.- ¿De qué trata en profundidad Razon de Asimov?
6.- ¿Qué es la nanotecnología?
7.- ¿Qué es la reconversión industrial del 2º. Tipo? Dar ejemplos
9.- ¿Cuáles son los peligros de la nanotecnología? Qué es el nanoanarquismo?
11.- ¿De qué trata en profundidad Automación de Philip Dick?
12.- ¿Qué es el material proteico, la “cosa”? ¿Cuáles serían las consecuencias económicas?
13.- Capítulo 3 ¿Qué pasa actualmente con los mundos Norte y Sur?
14.- ¿Qué entiende Piscitelli por contraproductividad? (p.66)
15.- ¿Cuál es la relación hombre-máquina actualmente? (p.67)
17.- ¿Cuál era y cuál será la función del arte según Piscitelli?
18.- ¿Qué es la ventana utópica? ¿Cuáles son sus consecuencias? (p.71)
20.- ¿ Cuál es el imaginario que subyace al mundo informático? (p.73)
22.- Realidad virtual. ¿Qué significa? P.78)
24.- ¿Cuál sería la quinta discontinuidad?

Acuña Abel.-Inteligencia Artificial

Acuña Abel.


En esta publicidad grafiaca podemos apreciar de como en estos tiempos un equipo de sonido ( home Theater) y un televisor pueden llevarnos a otros tiempos y hacernos vivir como si estuviesemos dentro de una pelicula o viviendo historias y tiempos pasados o futuros, a meidda que pasa el tiempo, es cada vez mas increible como este tipo de aparatos avanzan y nos hacen creer que podemos estar en lugares que resultaria inposible estar fisicamente.

Monday, May 12, 2008

PUBLICIDAD SOBRE TECNOLOGIA



(TP1)

Sin duda esta simpatica imagen de nuestro grillo, es claro ejemplo de tecnologia donde se intenta demostrar la gran calidad de imagen que tiene estos reproductores de MP3.

Saludos. Hernán Oviedo


Inteligencias mas que humanas..
Matias Del Carmine

Sunday, May 11, 2008

computadoras dotadas de una inteligencia mas que humana


Tercera Hipotesis



Hipótesis 3. La interfaz entre la computadora y los seres humanos se volverán tan intima que los usuarios podremos considerarnos superinteligentes.

Carabajal Valeria

Hipotesis 4



La neuroingeniería proveerá los medios

para aumentar exponencialmente la inteligencia humana.
alumna:Maria, Delia

Tuesday, May 6, 2008

Cuento Automación de Philip Dick

AUTOMACIÓN
Philip K. Dick



1

La tensión aumentaba en los tres hombres que esperaban. Fumaban, se paseaban de un lado a otro, dando puntapiés a voleo sobre los matorrales y las piedras del camino. Un sol tórrido de mediodía se abatía sobre los campos de color castaño, las filas de casas de plástico y la distante línea de montañas hacia el oeste.
—Ya es tiempo —dijo Earl Perine anundándose sus huesudas manos—. Varía de acuerdo con la carga, en medio segundo por cada libra adicional.
Morrison repuso sombríamente:
—Vamos, déjanos al menos imaginar qué ocurre para ser tarde.
El tercer hombre no dijo nada. O'Neill iba a visitar otro establecimiento, no conocía bien a Perine ni a Morrison para discutir con ellos. En su lugar se acurrucó y se entretuvo en arreglar bien los papeles que llevaba en su cartera. A la brillante luz del sol, los brazos de O'Neill aparecían tostados y recubiertas de vello, relucientes de sudor. Con sus cabellos enmarañados de color ya gris y sus gafas, tenía un aspecto de mayor edad que los otros dos. Vestía pantalón corto, una camisa sport y zapatos de suela de crepé. Entre sus dedos, su estilográfica se movía, metálica y eficiente.

—¿Qué está usted escribiendo? —gruñó Perine.
—Estoy anotando el procedimiento que vamos a emplear —repuso O'Neill con suaves formas—. Es mejor sistematizarlo ahora, en lugar de intentarlo al azar. Queremos conocer lo que intentamos hacer y qué es lo que no funciona. De lo contrario, nos moveremos a ciegas en un círculo cerrado. El problema que tenemos es sólo el de la comunicación, así es como yo lo veo.
—comunicación... —repitió Morrison con su voz profunda—. Sí, no podemos conseguir tomar contacto con esta condenada cosa. Llega, carga y continúa. No hay ni el más mínimo contacto entre nosotros y ella.
—Es una máquina —dijo Perine excitadamente—. Es algo muerto..., ciego y sordo.
—Pero sí que está en contacto con el mundo exterior —recalcó O'Neill—. Tiene que haber alguna forma de conseguirlo. Las señales específicamente semánticas tienen significado para ella, todos nosotros tenemos que hacer esas señales. Hemos de redescubrirlo, aunque sólo tengamos una decena entre mil millones de posibilidades.
Un lento y sordo rumor interrumpió a los tres hombres. Los tres miraron hacia el camino, alertados. El momento había llegado.
—Aquí viene —dijo Perine—. De acuerdo, sabio amigo, veamos si es capaz de producir el menor cambio en su rutina.
El camión que llegaba era impresionante, macizo, rodando bajo su cargamento cuidadosamente bien sujeto. En muchos aspectos, daba la impresión de un vehículo de transporte operado por seres humanos; pero con una excepción. No tenía cabina de dirección. La superficie horizontal era una estiba de carga y en aquel lugar debería normalmente haber llevado los faros. El radiador era una masa fibrosa y esponjosa de receptores en que se hallaban los aparatos sensoriales de su utilidad móvil.
Apercibido de la presencia de los tres hombres, el camión acortó la marcha y se detuvo, sacó la marcha y puso en acción los frenos de urgencia. Transcurrió un momento mientras los relés funcionaban, y después una porción de la superficie de carga dejó caer una cascada de paquetes sobre el piso de la carretera. Con las mercancías, había caído una hoja con detallado inventario de la descarga.
—Ya sabe lo que tiene que hacer —dijo O'Neill—. Vamos, de prisa, artes de que se vaya de aquí.
Con mano experta, los tres hombres fueron tomando los paquetes y rompiendo los envoltorios. Varios objetos brillaron a la luz del día: un microscopio binocular, una radio portátil, docenas de platos de plástico, diverso equipo sanitario, hojas de afeitar, ropas y alimentos. La mayor parte de la mercancía, como de costumbre, era alimento. Los tres hombres comenzaron sistemáticamente a aplastar las mercancías. En pocos minutos, sólo quedó a su alrededor un verdadero caos de desperdicios.
—Eso es todo —dijo finalmente O'Neill echándose hacia atrás. Y buscó su hoja de comprobación—. Veremos ahora lo que hace.

El camión había comenzado a rodar de nuevo, pero repentinamente se detuvo y dio marcha hacia atrás a donde se encontraban los tres hombres. Sus receptores habían tomado nota de que aquellos hombres habían destrozado la porción dejada caer de la carga. Dio media vuelta en un círculo y volvió de forma que el tablero de recepción cayese frente a ellos. La antena surgió hacia arriba; había empezado a comunicar con la fábrica. Las instrucciones estaban ya en camino.
Y entonces, un segundo e idéntico movimiento de descarga se produjo como la primera vez.
—Hemos fracasado —dijo Perine al ver que una segunda hoja con el inventario de la parte descargada caía con las mercancías—. Hemos destruido todo eso para nada.
—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Morrison a O'Neill—. ¿Cuál es la próxima estratagema que se le ocurre?
—Echadme una mano —dijo O'Neill.
Recogió uno de aquellos paquetes y lo depositó en la parte de atrás del camión. Dejándolo en la plataforma, volvió por otro. Los otros dos hicieron lo mismo, hasta volver a depositar la carga en el camión. Cuando el camión comenzó a marchar hacia delante, la última de aquellas cajas se hallaba de nuevo en su lugar.
El camión vaciló. Sus receptores registraron el retorno de la carga. Desde su instalación interior surgió una baja y sostenida nota zumbante.
—Esto puede trastornar su sistema de conducción —comentó O'Neill sudando—. Espero que altere sus operaciones y se vuelva loco.
El camión hizo un movimiento de avance como para continuar. Después dio la vuelta y volvió a dejar la carga sobre la carretera.
—¡Cogedlos, pronto! —gritó O'Neill. Los tres hombres comenzaron frenéticamente a recargar el camión una vez más; pero a medida que las cajas y los paquetes iban cayendo sobre la plataforma, un dispositivo automático iba dejándolos nuevamente caer al suelo.
—Es inútil —dijo Morrison, jadeando—. Es como echar agua en un tamiz.
—Estamos chasqueados —opinó Perine de acuerdo con su compañero—. Como siempre. Nosotros, los humanos, salimos perdiendo siempre. No hay nada que hacer.
El camión pareció mirarles con calma, con sus receptores en blanco e impasibles. Cumplía con su trabajo. La red a escala planetaria de factorías automáticas llevaba a cabo su tarea impuesta hacía cinco años antes, desde los primeros tiempos del Conflicto Total del Globo.
—Bien, ya se va —observó Morrison, desmoralizado. La antena del camión había descendido, se oyó cómo se colocaba la primera para arrancar y soltaba el freno.
—Vamos a intentarlo por última vez —sugirió O'Neill. Tomó uno de los paquetes y desgarró el envoltorio. De él, sacó un envase de diez galones de leche y le destapó la cubierta.
—Esto es absurdo —protestó Perine. De mala gana, encontró una copa entre los desperdicios y la llenó de leche—. ¡Esto es un juego de chicos!
Los tres bebieron rápidamente de aquella leche. Como estaba planeado, O'Neill fue el primero en retorcer el gesto, tiró la copa y escupió con repugnancia en el suelo.
—¡Qué porquería! —exclamó, indignado.
Los otros dos hicieron lo mismo, acabando por dar con el pie despectivamente al envase de la leche y escupiendo indignados en el suelo. Y miraron acusadoramente al impasible camión.
—¡Esto es un asco! —rugió Morrison.

Curioso, el camión se hizo un poco atrás. Los circuitos electrónicos respondieron a la nueva situación y la antena volvió a surgir hacia arriba como un estandarte.
—Vamos a probar otro —dijo O'Neill, temblando. Conforme el camión aguardaba, tomó un segundo envase de leche y repitió la misma acción, destaparlo y probarla—. ¡Es lo mismo! —gritó al camión—. ¡Es tan mala como la otra!
Del camión surgió un cilindro de metal. El cilindro cayó a los pies de Morrison, que rápidamente lo recogió y lo abrió. En él se leía en letras grandes:
ESTABLECER LA NATURALEZA DEL DEFECTO.
El catálogo inscrito en el rollo comprendía una lista abundante de posibles defectos de la mercancía, con casilleros especiales para cada uno, y donde se rogaba que se trazase una marca mediante el bolígrafo adjunto, en la particular deficiencia del producto.
—¿Qué es lo que marco? —preguntó Morrison—. ¿Contaminada? ¿Bacterial? ¿Agria? ¿Rancia? ¿Incorrectamente etiquetada? ¿Cuajada?
Pensando con rapidez, O'Neill intervino.
—No compruebes ninguno de esos defectos. La factoría, sin duda, está dispuesta automáticamente para rehacerlo inmediatamente y corregirlo. Realizará sus propios análisis y nos ignorará por completo —Y su rostro resplandeció ante una súbita inspiración—. Escribe en ese espacio en blanco que hay al fondo apropiado para «otros datos».
—¿Qué escribo?
—Escribe: El producto está totalmente superfluizado.
—¿Qué palabra es ésa? —preguntó Perine, asombrado y confuso.
—¡Escríbelo! Es más bien un acertijo semántico..., la factoría no estará en condiciones de entenderlo. Quizás de esa forma le echemos a perder todo su trabajo.
Con la pluma de O'Neill, Morrison escribió cuidadosamente que la leche estaba superfluizada. Moviendo la cabeza, enrolló nuevamente el cilindro y lo entregó.
—Creo que lo hemos conseguido. Al fin hemos tomado contacto con esos fantasmas.
—Sí, claro que lo hemos conseguido —dijo O'Neill—. Nunca oí hablar de un producto que estuviera superfluizado.
Cortada sobre la roca en la base de las montañas, yacía la vasta extensión recubierta de metal en forma de cubo, de la factoría de Kansas City. Su superficie estaba corroída por las radiaciones, picoteada y desgarrada de los cinco años de guerra que se habían abatido sobre ella. La mayor parte de la factoría estaba enterrada en el subsuelo bajo las rocas y sólo eran visibles los accesos de la entrada: El camión parecía una mota brillante rodando a gran velocidad hacia la entrada. Al aproximarse a pocas yardas, un mecanismo secreto actuó el acceso y el camión desapareció entre las sombras, cerrándose inmediatamente tras él.
—Y la cuestión importante queda en pie —dijo O'Neill—. Ahora tenemos que persuadirles de que dejen de funcionar de una vez y por todas y que paren definitivamente en su automación.

Judith O'Neill servía café negro a la gente que se aglomeraba en el cuarto de estar. Su marido hablaba, mientras que escuchaban los demás. O'Neill era casi una autoridad en el sistema de automación hasta donde podía serlo en aquellos días de la posguerra.
En su propia zona, en la región de Chicago, Había conseguido hacer saltar la valla de acero protectora de la factoría automática; pero mucho antes de que pudiese llegar hasta el cerebro electrónico que regía la factoría, la planta reconstruyó por sí misma otra valla mucho más inaccesible. Con aquello, al menos, había demostrado que las factorías no eran infalibles.
—El Instituto de Cibernética Aplicada —explicaba O'Neill—, había completado el control sobre toda la red de automación. Pero la guerra tuvo la culpa. Se perdió el conocimiento que nos hubiera sido preciso y, en todo caso, el Instituto fracasó al transmitirnos ese conocimiento, y ahora nos encontramos con que tampoco sabemos qué hacer exactamente, ni transmitir nuestras ideas. No vemos la forma de indicar a estas factorías automáticas que la guerra ya terminó y que los hombres estamos dispuestos a hacernos cargo de los recursos de producción normalmente, y resumir el control de las operaciones industriales.
—Y entre tanto —intervino Morrison— esa maldita red se expande y consume todos los recursos disponibles.
—Yo tengo la idea —opinó Judith— de que si se le pegara fuerte y profundo se llegaría hasta los túneles. Deben existir minas potentes por todas partes.
—¿Es que esto no va a tener límite? —preguntó nervioso Perine—. ¿Están acaso dispuestas y equipadas para expandirse indefinidamente?
—Cada factoría está limitada a su propia área de operaciones —dijo O'Neill—; pero la red en sí misma, no conoce fronteras. Puede continuar por siempre buscando recursos naturales. El Instituto decidió concederles la máxima prioridad; a nosotros, los humanos, nos dejó en segundo lugar.
—¿Y dejarán algo para nosotros? —quiso conocer Morrison.
—No, a menos que detengamos las operaciones de la red de automación. Ya han agotado media docena de materias primas minerales. Sus equipos de exploración se hallan en el exterior constantemente, desde cada una de las factorías, buscando hasta la más pequeña cantidad útil para llevar a casa.
—¿Qué ocurriría si los túneles de dos factorías se cruzaran unos con otros?
O'Neill se encogió de hombros.
—Normalmente eso no ocurre nunca. Cada factoría tiene su sección especial en nuestro planeta, «su propio trozo de la tarta», como si dijéramos, para su uso exclusivo.
—Pero eso podría ocurrir.
—Bien, son trópicas hacia las materias primas, en tanto exista algo de lo que busca, irán a cazarlo inexorablemente —O'Neill sopesó la. idea con gran cuidado—. Es algo que debemos considerar. Supongo que las cosas cada vez escasean más y...
O'Neill dejó de hablar. Una alta figura entraba en la habitación, y se quedó silenciosa a la entrada, como vigilándolos a todos.

En la penumbra la figura parecía casi humana. Por un instante, O'Neill pensó que se trataría de algún recién llegado al establecimiento. Después, conforme avanzaba comprobó que sólo era un robot tan perfecto que parecía casi humano, un bípedo funcional con un chasis asombrosamente bien acabado, con todo el conjunto de receptores de datos en la parte correspondiente a la cabeza, y efectores y propiorreceptores montados en un perfecto diseño. Su resemblanza a un ser humano probaba la eficiencia de su naturaleza; de aquella máquina prodigiosa nada podía esperarse como imitación a ninguna clase de sentimiento emocional.
El representante de la factoría había llegado.
Comenzó sin preámbulos:
—Yo soy la máquina colectora de datos —comenzó a decir—, capaz de toda clase de comunicación oral. Contengo toda clase de aparatos de omisión y recepción de radio y puedo integrar hechos relevantes en cualquier línea de investigación.
La voz resultaba agradable y confiada. Sin duda alguna, se trataba de una cinta magnetofónica, impresa por algún Instituto Técnico antes de la guerra. Viniendo de aquella figura casi humana, sonaba un tanto grotesca y O'Neill se imaginó vívidamente a un hombre joven muerto ya, cuya voz resonaba en aquellos momentos en la boca mecánica de aquella construcción de acero y conexiones electrónicas.
—Una palabra de advertencia —continuó el robot—. Es totalmente inútil que consideren a este receptor como algo humano y se enzarcen en discusiones para el que no está equipado. Aunque capaz de cumplir diferentes propósitos, no está capacitado para el pensamiento conceptual, sólo puede reunir material ya dispuesto para ello.
Aquella voz optimista calló y surgió una segunda voz. Se parecía algo a la primera; pero sin entonación especial, algo más bien neutral. La máquina estaba utilizando la pauta discursiva del hombre muerto que prestó su voz para ella.
—El análisis de los productos rehusados —estableció el robot—, no muestra elementos extraños y tampoco deterioro apreciable. El producto ha sufrido el continuo control empleado a través de la totalidad de la red de automación:
—Está bien —repuso O'Neill—. Hemos encontrado la leche por debajo de su calidad normal —continuó pesando sus palabras—. No queremos nada con semejante producto. Insistimos en una preparación más cuidadosa.
La máquina respondió inmediatamente:
—El contenido semántico de la palabra superfluizada es extraña por completo a la red de automación. No existe en el vocabulario que tenemos registrado. ¿Pueden ustedes presentar un análisis real de la leche en términos específicos presentes o ausentes?
—No —repuso O'Neill, dándose cuenta de que el juego que llevaba adelante se hacía muy complicado y peligroso—. Superfluizada es una palabra especial que no puede reducirse a constituyentes químicos.
—¿Qué es lo que significa superfluizada? —preguntó la máquina—. ¿Puede usted definirla en términos de símbolos semánticos alternados?
O'Neill vaciló. El representante tenía que dirigirse desde su investigación inicial a regiones más generales y de ser posible hasta el último problema de cerrar la red. Si pudiera infiltrarse por algún punto débil de aquella defensa y conseguir que comenzase una discusión teórica...
—superfluizada —dijo— significa la condición de un producto que es manufacturado cuando no existe ninguna necesidad de él. E indica que el tirar dichas objetos al suelo, tiene como consecuencia el que no se deseen en absoluto.
La máquina repuso inmediatamente:
—El análisis de la red muestra la necesidad de leche sucedánea pasteurizada en alto grado en toda esta zona. No hay otro recurso que la sustituya; la red de automación controla toda la leche de tipo apropiado para los mamíferos que hay en existencia —Y añadió—. Las instrucciones originales registradas describen a la leche como un elemento esencial para la dieta humana.
O'Neill estaba siendo desbordado, la máquina llevaba la discusión hacia lo específico.
—Hemos decidido —dijo por último, desesperadamente— que no queremos más leche. Preferimos pasarnos sin ella, al menos hasta que hayamos localizado a las vacas.
—Eso es contrario a los registros de la red —objetó la máquina—. No hay vacas. Toda la leche se produce sintéticamente.
—Entonces la produciremos nosotros sintéticamente —interrumpió Morrison impaciente— ¿Por qué no podemos tomar posesión de las máquinas? ¡Dios mío, no somos niños! ¡Estamos en condiciones de poder gobernar nuestras propias vidas!
El representante de la factoría se dirigió hacia la puerta.
—Hasta que llegue el momento en que su comunidad encuentre otros recursos en el aprovisionamiento de leche, la red continuará suministrándola. Los aparatos analíticos y de evaluación permanecerán en esta zona; continuando su trabajo normal y corriente.
Perine exclamó irritado:
—¿Cómo podremos encontrar otros medios de suministro? ¡Ustedes disponen de todo el equipo! ¡Son ustedes los amos de todo! —Y siguiendo tras él, le gritó a quemarropa—: Dicen ustedes que no estamos en condiciones de solucionar las cosas por nuestros propios medios. Y afirman que no somos capaces. ¿Cómo lo sabe usted? ¡No nos dan una sola oportunidad! ¡Nunca la tendremos!
O'Neill estaba petrificado. La máquina salía de la habitación, su mente dirigida en un solo sendero había triunfado.
—Mire —le dijo bloqueándole el paso—, queremos que terminen de fabricar, ¿comprende? Queremos hacernos cargo de las máquinas y resolver nosotros las cuestiones. La guerra ya se terminó. ¡Maldita sea, ustedes ya no nos son útiles para nada más!
El representante de la factoría se detuvo brevemente en la puerta.
—El ciclo imperativo —dijo el robot— no se pondrá en marcha hasta que la producción de la red duplique simplemente la del exterior. Y puesto que eso no ocurre en absoluto, de acuerdo con nuestro continuo análisis, la producción de la red de automación continuará.
Sin previo aviso, Morrison echó mano a un trozo de tubería de acero y la aplastó con un golpe brutal contra el hombro del robot, destrozándole el pecho y su complicada red de sensibles aparatos electrónicos. El bloque de los receptores saltó hecho pedazos, esparciendo trozos de cristal y diminutas partes y piezas mecánicas de ensamblaje de la máquina.
—¡Valiente paradoja! —gritó Morrison—. Un juego de palabras... hace que tengamos que sentirnos derrotados. La Cibernética hecha por hombres triunfando de los hombres... —Y con la misma tubería volvió a golpear salvajemente a la máquina, que recibía los golpes sin la menor protesta—. Nos tienen encerrados en una trampa odiosa. Estamos totalmente desamparados.
La habitación se hallaba en un puro clamor.
—Es la única forma —dijo Perine pasando junto a O'Neill—. Tendremos que destruirles. Se trata de la red o de nosotros, no hay elección posible —Y echando mano a una lámpara, la estrelló contra el «rostro» del robot. La lámpara y el rostro del robot saltaron en pedazos, y Perine continuó golpeándolo y destruyéndolo por todos los medios. En un momento, todo el personal que había en la habitación se había reunido junto a la máquina, haciéndole víctima de su contenido resentimiento. La máquina se desplomó al suelo.
Temblando, O'Neill se apartó de allí. Su esposa le tomó por un brazo y lo llevó a un extremo de la habitación.
—Esos idiotas... No pueden destruirlo, así sólo conseguirán enseñarles la forma de que construyan más defensas. Están poniendo el problema mucho más difícil y peor de resolver.
Momentos después, entró en la estancia un equipo de reparación procedente de la red de automoción. Expertamente, las unidades mecánicas se apartaron de la unidad-madre y se escurrieron entre los humanos allí vociferantes y excitados. Se deslizaron entre ellos y poco después la inerte carcasa era llevada al interior de la unidad-madre. Recogieron todos los elementos dispersos caídos por el suelo y se los llevaron con el máximo cuidado, incluyendo los trozos de vidrio, plástico, piezas y cables rotos. Un momento más tarde, la unidad partió.
A través de la puerta abierta de la factoría, emergió un representante de la factoría, exacto duplicado del primero. En el vestíbulo, había dos más. El establecimiento humano iba a ser literalmente invadido por todo un cuerpo de representantes robots. Como una horda de hormigas las máquinas móviles colectoras de datos, se habían filtrado a través de la ciudad, hasta que una de ellas, por casualidad, se había presentado a O'Neill.
—La destrucción de las unidades móviles colectoras de datos, sólo va en detrimento de los intereses humanos —informó el representante último a la población reunida—. La producción de materias primas está siendo alarmantemente afectada por un sensible descenso y lo que todavía existe debería ser utilizado en la manufactura de comodidades para el consumidor.
O'Neill y la máquina estaban encarados uno con otro.
—¿Ah, sí? Es muy interesante... Quisiera saber qué es lo que tienen dentro de esa cabeza mecánica y por qué están luchando.

2

Los rotores de un helicóptero zumbaron suavemente por sobre la cabeza de O'Neill; ignorándolos se dedicó a otear con cuidado a través de la cabina el suelo que discurría a poca altura bajo el aparato.
Escorias y ruinas por todas partes. La maleza se expandía salvajemente en todas direcciones, formando escondrijos enmarañados donde los insectos hormigueaban. Aquí y allá, colonias enteras de ratas se hacían visibles: toscas formaciones con figura de chozas construidas con huesos y guijarros. La radiación había mutado a las ratas, al igual que a muchos insectos y otros animales. Un poco más allá, O'Neill identificó a una ardilla de tierra perseguida por todo un escuadrón de pájaros. La ardilla esquivó a las aves y en un rápido regate se escondió en un agujero bien disimulado del suelo. Los pájaros se dispersaron, decepcionados.
—¿Y crees que podremos reconstruir esto alguna vez? —le preguntó Morrison—. Sólo de verlo me pone enfermo.
—Todo se hará con el tiempo —afirmó O'Neill—. Asumiendo, por supuesto que dispongamos de utillaje industrial. Tendrá que ser lento, de todos modos. Tendremos que salir alguna vez de los establecimientos en que estamos asentados por ahora.
Hacia la derecha había una colonia humana; personas que como fantasmas se movían entre los escombros y las ruinas de lo que una vez había sido una población de alguna importancia. Se había hecho un claro en unos cuantos acres de terreno plano, donde ya crecían algunos vegetales, y en unos cercados fácilmente observables, se veían gallinas y aves de corral. También comprobó la existencia de algunos caballos errando por el terreno sembrado.
—Habitantes de las ruinas —comentó O'Neill sombríamente—. Demasiado lejos de la red de automación..., sin conexión con ninguna de las factorías.
—Ellos tienen la culpa —repuso Morrison—. Debieron haberse venido a cualquiera de los establecimientos.
—Esa fue su ciudad. Están tratando de hacer lo que consideran que deben hacer..., reconstruirlo todo de nuevo por sí mismos. Ahora sólo están en los comienzos, sin herramientas ni máquinas, simplemente con las manos desnudas y utilizando como clavos trozos de pedernal. Desgraciadamente será un esfuerzo inútil. Necesitamos máquinas. No podemos reparar las ruinas; hemos de conseguir recomenzar con la producción industrial.
Más allá se extendía una serie de tortuosas colinas, corno ruinas de lo que una vez fue una cadena montañosa. Más allá se extendía el titánico y espantoso cráter producido por una bomba H, medio relleno de limo y agua en descomposición, como una isla, foco de infecciones y enfermedades.
Y más lejos aún..., un hormigueo de constante movimiento.
—Allí —señaló O'Neill, haciendo descender rápidamente el helicóptero—. ¿Podrías decir de qué factoría proceden?
—A mí todos me parecen iguales —murmuró Morrison inclinándose para ver mejor—. Tendremos que esperar a que regresen cuando hayan conseguido su carga.
—Si es que la consiguen —corrigió O'Neill.

La tripulación de la autofactoría en exploración ignoró al helicóptero que zumbaba por sobre sus máquinas, concentrándose únicamente en hacer debidamente su trabajo. Por delante del camión principal, runruneaban dos tractores oruga, saltando sobre las escorias, montones de ruinas y pedruscos hasta desaparecer en una extensión recubierta de cenizas que se esparcían sobre las escorias. Los dos exploradores mecánicos hicieron catas minerales a cierta profundidad, siéndoles visible solamente la antena. Finalmente surgieron a la superficie.
—¿Qué será lo que buscan? —preguntó Morrison.
—Dios sabe —repuso O'Neill mientras hojeaba rápidamente una serie de papeles—. Tendremos que analizar todo esto.
Bajo ellos, la tripulación exploradora de la autofábrica desapareció detrás. El helicóptero pasó sobre una franja desierta de arena en donde no se advertía el menor movimiento. Un boscaje de arbustos y malezas altas se les apareció y lejos, hacia la derecha, una serie de puntos en movimiento.
Una procesión de camiones automáticos de mineral discurría sobre aquella zona y correctamente alineados uno tras otro. O'Neill volvió el helicóptero hacia ellos y pocos minutos más tarde el aparato se cernía sobre la propia mina.
Masas de pesado equipo de minería habían llegado hasta allí. Se observaban las galerías y los pozos de extracción, y próximos a ellos los camiones vacíos esperaban en pacientes hileras. Una pesada columna de camiones cargados se daban prisa en dirección al horizonte, dejando una estela de mineral a su paso. La actividad y el ruido de las máquinas se cernía sobre toda la zona; allí existía todo un centro industrial en medio de un desierto de cenizas y escorias.
—Aquí es adonde vendrá aquella patrulla exploradora —comentó Morrison, mirando hacia atrás por el camino que habían traído—. ¿Crees que tal vez se confundirán? —Y frunció el ceño—. No, creo que es esperar demasiado de esas condenadas máquinas.
—Creo que probablemente están buscando diferentes sustancias —dijo O'Neill—. Y lo más seguro es que estén normalmente condicionadas para ignorarse unas a otras.
La primera de las máquinas exploradoras llegó a la línea de los camiones del mineral. Se desvió ligeramente y continuó en su búsqueda, y los camiones continuaron viajando en su línea inexorable como si nada hubiese ocurrido.
Decepcionado, Morrison se apartó de la ventanilla del helicóptero y soltó un juramento.
—Es inútil. Es como si cualquiera de ellos no existiera para el otro.
Gradualmente, el equipo de exploración se apartó alejándose de la línea de camiones de mineral, más allá de la zona de operaciones de la mina y sobre una altura del terreno. No se observaba ninguna prisa especial, habían pasado sin reaccionar hacia la presente maquinaria de minería allí instalada a su paso.
—A lo mejor son todas de la misma factoría —aventuró Morrison.
O'Neill apuntó hacia las visibles antenas del equipo mayor de minería.
—sus veletas están orientadas a vectores diferentes, por tanto creo con seguridad que representan a dos factorías distintas. Esto va a ser todo un problema duro de pelar, tenemos que conseguirlo, o no habrá reacción alguna —Operó en el equipo de radio hasta conectar con el equipo del establecimiento humano de donde procedían—. ¿Hay algún resultado?
El operador le puso con las oficinas del establecimiento.
—Están empezando a entrar —respondió Perine—. Tan pronto como consigamos suficientes muestras, trataremos de determinar qué materias primas faltan en cada factoría. Será algo arriesgado al tratar de extrapolar la cuestión sobre productos complejos. Tiene que existir un común básico de elementos para los varios sistemas de fabricación.
—¿Qué ocurrirá cuando hallemos a dos factorías coincidiendo en un material del que ambas se hallan escasas? —preguntó Morrison a O'Neill.
—Entonces —repuso O'Neill —comenzaremos a recoger el material por nuestra cuenta, aunque tengamos que fundir todo lo que tengamos en el establecimiento.

3

En la oscuridad de la noche, soplaba un viento frío y suave. La densa maleza susurraba casi con un sonido metálico. Aquí y allá, un roedor nocturno patrullaba con sus sentidos extremadamente alertados, husmeando, rebuscando algún alimento para sobrevivir.
Aquella zona era totalmente salvaje. En muchas millas no existía ningún establecimiento humano, la totalidad de la región había quedado reducida a una tabla rasa como consecuencia de la espantosa explosión de las bombas de hidrógeno. En alguna parte y entre la sombría oscuridad, un delgado curso de agua se escurría entre las escorias y las malezas sonando entre lo que una vez había sido un intrincado laberinto de colectores y cañerías maestras de conducción de agua. Las tuberías aparecían por doquier rotas y corroídas, mezcladas confusamente con la salvaje vegetación. El viento arrastraba nubes de ceniza negra que se enroscaban danzando entre los matorrales. En una ocasión, un enorme abadejo mutante se despertó de su sueño, emitió unos chasquidos con el pico y se alejó graznando de aquel lugar.
Durante algún tiempo, no se advirtió movimiento alguno. Miríadas de estrellas aparecían en los claros del cielo con su brillo lejano y frío, remotamente. Earl Perine se estremeció con escalofríos y se aproximó más al elemento pulsátil de calor hincado en el suelo entre los tres hombres.
—¿Y bien? —dijo Morrison, castañeteando los dientes.
O'Neill no repuso. Acabó su cigarrillo, lo aplastó contra un terrón endurecido y sacando el encendedor encendió otro. La masa de tungsteno —el cebo— estaba puesta a unas cien yardas delante de ellos.
En el transcurso de los últimos días anteriores, tanto la factoría de Detroit como la de Pittsburgh habían escaseado en el tungsteno. Y al menos en un sector, sus aparatos estaban sin reservas. Aquel pesado montón puesto como cebo representaba la necesidad para muchísimas aparatos de precisión, equipo de cirugía de alta calidad, secciones de magnetos permanentes, dispositivos de medida..., aquel tungsteno había sido reunido febrilmente de todos los establecimientos próximos.
Una neblina se extendía sobre el montón de tungsteno. Ocasionalmente, una polilla nocturna revoloteaba sobre él atraída por el reflejo de las estrellas al incidir sobre el material. La polilla permanecía unos instantes batiendo sus grandes alas sobre el mineral y desaparecía de nuevo en las sombras de la noche.
—No es éste un lugar muy bonito que digamos —dijo Perine.
—Vamos, no digas tonterías —repuso O'Neill—. Éste es el sitio más bonito de la Tierra. Este lugar será la tumba de la red de autofabricación. La gente vendrá un día aquí para verlo. Creo que tendrán que erigir una placa conmemorativa de una milla de altura.
—Creo que estás tratando de mantener alta tu moral —rezongó Morrison—. Ni tú mismo irás a creer que vayan a destrozarse entre sí por un montón de instrumentos quirúrgicos y filamentos de bulbos electrónicos. Probablemente tendrán alguna máquina que desde el fondo y bajo la superficie extraiga el tungsteno de las rocas.
—Es posible —repuso O'Neill mientras mataba un mosquito que le estaba fastidiando.
Y en aquel momento allí tenían lo que habían venido a ver.

O'Neill se dio cuenta de que había estado mirándolo durante varios minutos sin reconocerlo. El aparato explorador permanecía absolutamente callado, en la cresta de una pequeña elevación, con la proa ligeramente levantada y los receptores totalmente extendidos al máximo. Podría habérsele confundido con un casco abandonado, en él no se advertía la menor señal de actividad, ni signo de conciencia mecánica. El aparato encajaba perfectamente con el resto del panorama.
La máquina robot examinaba la pila de tungsteno. El cebo tenía ya su primera presa.
—Creo que es el momento de pescarlo —sugirió Perine.
—¿Qué diablos estás diciendo? —gruñó Morrison. Pero en aquel momento se dio cuenta a su vez de la presencia de la máquina robot—. Jesús —murmuró, levantándose y adelantando su pesado corpachón para ver mejor—. Bien, ya tenemos a uno de ellos. Ahora todo lo que necesitamos es que llegue otra unidad procedente de otra factoría. ¿De cuál suponéis que debe ser ésta?
O'Neill localizó la inclinación de su veleta y trazó el ángulo.
—De Pittsburgh...
—Entonces, recemos como locos porque venga otra de Detroit.
Satisfecha la máquina robot, al parecer, se apartó del lugar y rodó hacia delante. Se acercó con precaución al montón de tungsteno y comenzó a realizar una complicada serie de maniobras, rodando en una dirección y después en otra. Los tres hombres observaban fascinados, hasta comprobar que se aproximaban otras máquinas robots.
—se están comunicando —dijo O'Neill en voz baja—. Como las abejas.
En el acto, cinco máquinas más exploradoras de Pittsburgh se aproximaban al cebo.. Los receptores ondulaban excitadamente, incrementando su paso y rodeando el montón de tungsteno. Una de ellas excavó rápidamente un agujero y desapareció por él. El montón se estremeció, la máquina se hallaba bajo tierra explorando la extensión del hallazgo mineral.
Diez minutos más tarde, cl primer camión de mineral de Pittsburg apareció comenzando rápidamente su carga.
—¡Maldita sea! —exclamó O'Neill—. ¡Van a llevárselo todo antes de que aparezca Detroit!
—¿No podremos hacer algo para ir deteniéndolos? —preguntó Perine, desamparado. Se puso en pie, levantó un peñasco y lo lanzó sobre el camión más próximo. El peñasco rebotó sobre la carcasa de la carretilla de mineral y ésta continuó su marcha imperturbable.
O'Neill se puso en pie y patrulló alrededor con el cuerpo rígido de cólera. ¿Dónde se hallaban? Las autofábricas eran iguales en todos los aspectos y el lugar se hallaba o debería hallarse a la misma distancia lineal de cada centro. Teóricamente deberían haber llegado simultáneamente. Con todo, allí no aparecía el menor signo de Detroit..., y las últimas piezas de tungsteno fueron cargadas ante sus propios ojos sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
Pero entonces algo pasó cerca de él.

No pudo reconocerlo porque el objeto se movía demasiado rápidamente. Se desplazó como una bala entre la maleza, se encaramó a la cresta del altozano, se detuvo un instante como para apuntarse a sí mismo y se arrojó como un proyectil por el otro lado, yendo a aplastarse directamente en la carretilla de cabeza. El proyectil y la víctima explotaron en un repentino estallido.
Morrison dio un salto.
—¿Qué diablos es eso?
—¡Ahí está! —gritó Perine, hablando y levantando los brazos como un loco—. ¡Es Detroit!
En seguida apareció una segunda máquina de Detroit, vaciló para ponerse en situación y seguidamente se lanzó furiosamente a las carretillas de Pittsburgh en retirada. Fragmentos de tungsteno se esparcieron por todas partes, cables, planchas rotas, resortes y engranajes de los dos antagonistas volaban en todas direcciones. El resto de las carretillas parecieron confundirse momentáneamente, y una de ellas tomó su carga de tungsteno y salió a toda velocidad. Le siguió una segunda. Una de las máquinas robots de Detroit se apercibió de lo que sucedía y le salió al paso tumbándola ruedas arriba, enzarzándose en una feroz pelea dando como resultado que la máquina y la carretilla cayeran rodando hasta un enorme charca de agua estancada y maloliente. Sin dejar de luchar, continuaron debatiéndose medio sumergidas.
—Bien —dijo O'Neill—, creo que lo hemos conseguido. Podemos pensar en volver a casa —Sintió que sus piernas le traqueaban—. ¿Dónde está nuestro vehículo?
Conforme ponía en marcha el motor, algo relampagueó desde una larga distancia, algo largo y metálico que se movía sobre el desierto y el panorama cubierto de cenizas. Era una densa caravana de carretillas de mineral que se dirigían corriendo hacia la escena de la lucha. ¿De qué factoría vendrían?
Bien, aquello no importaba mucho, porque de la maleza y los viñedos silvestres y enredaderas, otro grupo de máquinas se dirigía igualmente hacia el lugar de la lucha. Ambas factorías estaban reuniendo sin duda todos sus elementos móviles alrededor de la pila de tungsteno que aún quedaba puesta como cebo por los tres hombres. Ciega, mecánicamente, con la inflexible rigidez de sus directrices mecánicas, los dos oponentes trabajaban para reunir el mayor número posible de fuerzas.
—Vamos —dijo Morrison dando prisa—. Salgamos de aquí. Va a desatarse un verdadero infierno.
O'Neill se dio prisa para volver el camión en dirección del establecimiento humano de donde procedían, comenzando a rodar en la oscuridad de vuelta a casa. De tanto en tanto, una forma metálica pasaba junto a ellos en dirección opuesta.
—¿Visteis la carga de la última carretilla de mineral? —dijo Perine, preocupado—. No estaba vacía.
Aquellas máquinas constituían una caravana dirigida por alguna unidad de muy alto control remoto.
—Son armas —dijo Morrison, con los ojos abiertos por una evidente aprensión—. Están echando mano de las armas. Pero, ¿quién va a usarlas?
—Mira allá —repuso O'Neill, indicando un movimiento hacia su derecha—. Esto es algo que no habíamos sospechado.
Y vieron al primer representante de la factoría en acción.

Al entrar el vehículo en el establecimiento de Kansas City, Judith se precipitó jadeante hacia ellos. En las manos sostenía una tira de papel enrollado.
—¿Qué es eso? —dijo O'Neill, tomándolo.
—Acaba de llegar —repuso Judith respirando fatigosamente—. Una unidad móvil llegó de prisa, lo lanzó y se marchó. Hay una gran excitación. Jesús, toda la factoría... es una fogata de luces. Se pueden ver desde millas a la redonda.
O'Neill echó un vistazo al papel metálico. Era un certificado de la factoría para el último grupo de órdenes de los refugiados en la colonia, una tabulación total de las necesidades solicitadas y analizadas por la factoría. Estampadas a través de la lista y en grandes caracteres negros se leían seis palabras:
SUSPENDIDO TODO DESPACHO HASTA
NUEVAS DISPOSICIONES
O'Neill alargó el papel a Perine, nervioso e inquieto por la emoción.
—se acabaron los artículos de consumo —dijo. con el rostro retorcido por una mueca—. La red de automación está en guerra.
—Entonces, ¿lo conseguimos? —preguntó Morrison.
—Así es. Ahora que el conflicto ha comenzado, me siento un poco horrorizado. Pittsburgh y Detroit van a liquidarse mutuamente. Creo que es demasiado tarde para nosotros hacer que cambien de opinión..., están reuniendo aliados para su destrucción.

4

La fría luz del sol de la mañana se extendía sobre las ruinas de aquella llanura de negras cenizas metálicas.
—Ten cuidado donde pones los pies —dijo O'Neill a su esposa tomándola del brazo mientras subían por entre las escorias y ruinas hacia la parte más alta de unos grandes bloques de cemento, destrozados restos de una instalación de cajas de píldoras. Les seguía Earl Perine, vacilante y cuidadoso.
Tras ellos, se extendía el amplia establecimiento humano como un desordenado tablero de ajedrez de casas, edificios y calles. Desde que la autofábrica había suspendido los suministros y provisiones en toda su red, los establecimientos humanos habían caído en un estado de semibarbarismo. Las comodidades que aún quedaban apenas si eran usables. Hacía ya un año desde que apareció el último camión de la factoría cargado con alimentos, herramientas, ropas y piezas de repuesto diversas. De la amplia y plana rampa del pie de la montaña nada había emergido en tal dirección hacia el exterior.
Sus deseos se habían cumplido..., ya estaban aislados de la red de automación, sin depender de ella para nada.
A merced de sus propios medios y voluntad.
Alrededor del establecimiento crecían ya campos bastante cultivados de trigo y vegetales. Se habían distribuido herramientas hechas a mano, artefactos primitivos, conseguidos a cambio de un duro trabajo por los varios campamentos, que ahora estaban ligados entre sí par carros tirados por caballos y por un telégrafo primitivo también. No obstante, se las habían arreglado para mantener una regular organización. Los artículos y servicios eran intercambiados sobre antiguas bases de libre comercio. Se producían las comodidades básicas y se distribuían entre ellos. Las ropas que O'Neill y su esposa vestían, así como las de Perine, eran toscas y mal cortadas, pero fuertes. Y se las habían arreglado para reconvertir algunos camiones de la red de autofábricas en vehículos impulsados por gasógenos al faltar otro combustible.
—Ya estamos —dijo O'Neill—. Desde aquí podremos ver.
—¿Vale la pena? —preguntó Judith fatigada, casi exhausta, inclinándose para sacarse de un zapato un trozo de guijarro que le destrozaba la planta del pie—. Creo que hemos recorrido demasiada distancia para ver algo que vemos todos los días desde hace trece meses.
—Es verdad —admitió O'Neill, descansando la ruano sobre el hombro de su mujer—. Pero éste debe ser el final. Y esto es lo que deseo ver.

En el cielo gris que se extendía sobre sus cabezas, se movía un punto negra circular. Alto, remoto, aquel punto cambiaba de curso siguiendo una intrincada trayectoria. Gradualmente, sus diversas variaciones se encaminaron hacia las montañas, en cuya base aparecía la negruzca estructura deshecha por las bombas de la entrada de la autofábrica.
—Es de San Francisco —explicó O'Neill—. Debe ser uno de esos enormes proyectiles teledirigidos de largo alcance de la costa occidental.
—¿Y crees que será el último? —preguntó curiosamente Perine.
—Es el único que hemos visto en este mes —repuso O'Neill sentándose y comenzando a liar un cigarrillo con un resto de tabaco—. Antes estábamos acostumbrados a verlos por cientos.
—Tal vez tengan algo mejor —sugirió Judith, encontrando una piedra lisa donde sentarse—. ¿Podría ser?
Su marido se sonrió irónicamente.
—No, no tienen nada mejor.
Los tres permanecieron silenciosos y tensos. Por encima de ellos, el punto circular aparecía ya mucho más próximo. No existía el menor signa de actividad procedente de la lisa superficie de cemento y acero; la factoría de Kansas permanecía inerte, sin respuesta alguna al posible ataque. Unas cuantas nubes ligeras de cenizas danzaban sobre ella. La factoría ya había soportado diversos ataques e impactos directos de los proyectiles teledirigidos y parte de ella estaba sumergida en un informe montón de cascotes y ruinas. A lo ancho de la planicie, las atarjeas de sus túneles subterráneos aparecían expuestas al aire libre, cegadas con cascotes y la enmarañada y espesa vegetación oscura de las enredaderas silvestres.
—Esas malditas enredaderas —gruñó Perine. restregándose sus mejillas sin afeitar—. Se van a hacer dueñas del mundo entero.
Aquí y allá, en el terreno circundante de la autofactoría, las ruinas y demoliciones causadas por las explosiones aparecían blanqueadas por el helado rocío de la mañana. Carretillas de mineral, camiones, tanques orugas de prospección, representantes de las factorías, convectores de armamento, armas, trenes de suministro, proyectiles subterráneos y multitud de piezas indiscriminadas de otra maquinaria se mezclaban confusamente en montones impresionantes de chatarra fuera de servicio, retorcida y deshecha. Algunos vehículos habían sido destrozados al volver a la factoría, otros habían sido alcanzados al emerger de la planta subterránea, completamente cargados con equipo. La totalidad de la autofactoría —lo que de ella quedaba—, parecía estar aún más sumergida en el interior de la tierra. La superficie superior apenas si resultaba visible, casi perdida en la cambiante ceniza que la brisa movía de un lado a otro.
No se conocía actividad en los últimos cuatro días, ni movimiento visible de ninguna especie.
—Eso está muerto —dijo Perine—. Ya podéis verlo, está liquidado.
O'Neill no respondió. Acurrucado en el suelo, se puso lo más confortable que pudo y esperó. En su interior, estaba seguro de que aún debería quedar algo en movimiento allá en el secreto corazón de la autofábrica. El tiempo lo diría. Miró a su reloj de pulsera; eran las ocho y treinta. En los antiguos días, la factoría ya habría comenzado su rutina diaria, con sus caravanas de vehículos diversos cargados con suministros surgiendo a la superficie, para empezar sus constantes expediciones hacia los establecimientos humanos.
A la derecha, se movió algo. Volvió rápidamente la atención hacia aquello.

Un vehículo colector de mineral se dirigía vacilante hacia la factoría. Una última unidad automatizada que aún pretendía cumplir su cometido. La carretilla estaba prácticamente vacía, apenas en su interior podían divisarse unos cuantos trozos de materias primas, seguramente partes metálicas sueltas que debió encontrar en su camino. Como un insecto metálico ciego y vacilante, la carretilla se aproximaba a la autofactoría. Su trayectoria resultaba grotesca, deteniéndose, vacilando, yendo de un lado a otro, sin un rumbo fijo y apartándose con frecuencia del camino recto.
—El control va mal —dijo Judith, con un leve tono de horror en su voz—. Se ve que la factoría apenas si puede ayudarle a volver.
Sí, aquello era un hecho cierto. En los alrededores de New York, la factoría había perdido su transmisor de alta frecuencia completamente. Sus unidades móviles se habían desperdigado en disparatadas direcciones, corriendo al azar, trazando círculos, chocando contra árboles o rocas, y acabando por despeñarse al fondo de los barrancos y terminando por quedarse inmóviles a su pesar.
La carretilla del mineral automatizada alcanzó el borde de la arruinada planicie y se detuvo brevemente. Por encima de ella, el punto negro que se cernía como un pájaro de mal agüero seguía dando vueltas en el cielo de la mañana. Durante algún tiempo, la carretilla permaneció como petrificada.
—La factoría está tratando de decidir —comentó Perine—. Necesita el material; pero tiene miedo de que el proyectil pueda colarse en el interior.
Durante unos momentos la situación continuó igual. Después, la unidad móvil recomenzó su vacilante arrastrarse hacia la entrada. Dejó la maraña de enredaderas de la entrada y se dirigió hacia ella. Con un infinito cuidado se encaminó rectamente hacia la base de la montaña.
El proyectil teledirigido cesó en sus vueltas.
—¡Echarse a tierra! —gritó O'Neill—. ¡Van a bombardearla nuevamente!
Su esposa y Perine se echaron por el suelo a su lado, escrutando ansiosos la llanura frente a ellos y a aquel insecto metálico que trataba de introducirse en los subterráneos de la autofábrica. Desde el cielo, el punto negro circular se dirigió en picado directamente sobre la unidad móvil. Sin ruido y sin aviso, trazó una línea en picado, recto como una flecha.
Con las manos puestas en el rostro Judith se estremeció:
—¡Es algo que no puedo ver! ¡Es horrible!
¡Como animales salvajes!
Al darse cuenta de su proximidad, la unidad móvil intentó desesperadamente entrar en el interior de la factoría, como si buscase seguridad en su refugio: Olvidando la amenaza que le venía de la altura, la factoría se apresuró frenéticamente a abrir sus compuertas de acceso y guió cuidadosamente la unidad móvil hacia su interior directamente. Es todo lo que deseaba el proyectil teledirigido.

Antes de que la barrera pudiera cerrarse, el proyectil se deslizó al interior siguiendo una línea de vuelo paralela a la superficie. Conforme la carretilla desaparecía en las profundidades de la factoría, el proyectil siguió tras ella. Dándose cuenta repentinamente del peligro la factoría soltó rápidamente la barrera que prohibía el acceso. La carretilla luchó grotescamente contra ella, se hallaba cogida a medio camino de la entrada medio abierta.
Pero todo era ya demasiado tarde. El terreno se movió con un trueno espantoso, como sacudido por un terremoto. Una onda expansiva subterránea pasó junto a las tres personas que acechaban desde lejos la tragedia. De la factoría se elevó una impresionante columna de humo negro. La superficie de hormigón se abrió como una vaina vegetal seca, rota y deshecha, vomitando un verdadero volcán de escorias y fragmentos de maquinaria, objetos y toda clase de materiales. El humo se cernió durante un buen rato, siendo arrastrado después por el viento de la mañana.
La factoría era en aquel momento, una catástrofe total. Había sido alcanzada en su interior y destruida.
O'Neill se puso en pie.
—Bien, eso es todo. Todo está terminado. Hemos conseguido lo que tanta queríamos... hemos destruido la red de autofábricas —Y miró a Perine—. ¿No era eso lo que íbamos buscando?
Miraron hacia el establecimiento humano que se extendía tras ellos. Poco quedaba ya de las ordenadas hileras de casas y calles de un año antes. Sin la red de automación, el establecimiento había decaído rápidamente. La limpieza original se había disipado, aquello tenía un aspecto muy sucio y descuidado.
—Por supuesto —repuso Perine—. Una vez tomemos posesión de las factorías y comenzaremos a establecer nuestros propios planes...
—Pero..., ¿habrá quedado algo?
—Tiene que haber quedado. ¡Dios mío!, tiene que haber millas enteras de subniveles bajo tierra que aún no conozcamos...
—Algunas de las bombas que han tirado últimamente eran terriblemente grandes —observó Judith—. Peores que las arrojadas durante la guerra.
—¿Recuerdas aquel campo que vimos? Me refiero a aquellos habitantes de ruinas...
—Yo no estuve —respondió Perine.
—Parecían animales salvajes, comiendo raíces y larvas, afilando pedernales, curtiendo pieles. Un completo estado de salvajismo y de bestialidad.
—Pero eso es la que desea una gente así —repuso Perine a la defensiva.
—¿De veras lo desean? ¿Queremos nosotros realmente esto? —indicó O'Neill señalando hacia el establecimiento—. ¿Es eso lo que hemos estado procurando, desde el día en que reunimos el tungsteno? ¿O desde el día en que tiramos la leche? Sí, aquella leche que estaba... —Y se detuvo por no recordar la palabra.
—superfluicizada —recordó Judith.
—Vamos —indicó O'Neill—. Vámonos cuanto antes. Veamos qué es la que queda aún de la factoría... lo que hayan dejado para nosotros.

Se aproximaron a la deshecha factoría ya tarde.
Cuatro grandes camiones merodeaban cerca del acceso con sus motores humeantes. Tensos y alertas un grupo de trabajadores rebuscaban entre los escombros y las cenizas.
—Tal vez sea demasiado pronto —objetó uno de ellos.
O'Neill no tenía la intención de esperar más.
—Vamos —ordenó, y tomando una linterna eléctrica se adentró en el cráter.
El gran refugio blindado de la factoría de Kansas City aparecía hacía delante. En la entrada todavía permanecían algunas carretillas colectoras de mineral, atrapadas como insectos; pero sin luchar. Más allá, aparecía un impresionante hueco de tinieblas. O'Neill se sirvió lo mejor que pudo de la linterna para abrirse paso hacia el interior.
—Creo que deberemos descender bastante —opinó Morrison que cuidadosamente iba junto a él—. Si queda algo, tiene que ser en el fondo.
Continuaron avanzando entre aquellas imponentes ruinas, hasta que comprendieron que habían llegado al interior de la factoría... una extensión de restos confusos de una verdadera catástrofe, sin pauta y sin significado.
—Entropía —murmuró Morrison, oprimido—. Esto fue construido para vivir y luchar, y ahora está deshecho, sin ningún propósito.
—Más abajo, bajo tierra —insistió O'Neill tozudamente—, tenemos que encontrar otros enclaves de interés. Yo sé que estas autofábricas estaban concebidas para funcionar en secciones independientes y autónomas y preservar a ultranza lo esencial intacto y para recomponer la propia vida de la autofábrica.
Tras ellos los trabajadores avanzaban lentamente. Una sección se desprendió como una cascada en una verdadera lluvia de fragmentos y trozos de la catástrofe sufrido por la estructura.
—Eh, muchachos —dijo dirigiéndose a los hombres—. Volved a los camiones. No tiene sentido que pongamos las cosas más en peligro de lo que ya lo están. Si Morrison y yo no volvemos... olvidadnos. No corráis el riesgo de enviar ninguna patrulla de salvamento —Y mientras los hombres obedecían, puso una mano sobre el hombro de Morrison. —Vamos amigo.
Una rampa descendía hacia las entrañas de la tierra, parcialmente intacta.

Silenciosamente, los dos hombres fueron descendiendo de un nivel a otro, sin el menor movimiento por ningún lado. Todo parecía muerto definitivamente. Millas de oscuras minas, sin el menor sonido ni el más leve indicio de actividad. Apenas si eran visibles las oscuras formas de la imponente maquinaria, los inmóviles trenes de conducción y equipo de traslado del interior de la factoría automática. De tanto en tanto, incluso las baterías de proyectiles montadas sobre sus soportes aparecían desvencijadas y rotas por la última explosión.
—Podríamos salvar mucho de todo esto —indicó O'Neill, aunque en el fondo no estaba muy convencido. La maquinaria parecía fundida, sin formas, totalmente descuajada. Todo parecía descoyuntado e inútil para ningún otro servicio posible—. Una vez que lo llevemos a la superficie...
—No podremos —le contradijo Morrison con amargura en la voz—, No tenemos grúas ni medios de elevación.
—Sí, pareció antes una buena idea —dijo O'Neill pero ahora que lo veo no estoy demasiado seguro.
Habían penetrado ya en un gran trecho dentro de la autofactoría. El nivel final se extendía ante sus ojos. O'Neill fue iluminándolo todo con la linterna, tratando de localizar secciones que no estuviesen destrozadas o porciones de ensamblajes mecánicos aún aprovechables.
Fue Morrison quien se dio cuenta primero. Se dejó caer repentinamente sobre manos y rodillas y pesó el oído al suelo escuchando atentamente, con los ojos bien abiertos por la emoción.
—Por el amor de Dios...
—¿Qué ocurre?
Y entonces, O'Neill hizo lo propio. Bajo ellos, una leve e insistente vibración, en forma de un zumbido persistente, se distinguía claramente a través del suelo, un claro indicio de actividad mecánica. Se habían equivocado; el proyectil teledirigido no había tenido un completo éxito. Más abajo, en un nivel más profundo, la factoría estaba viva todavía. Aunque pequeñas, aún se realizaban determinadas operaciones en ella.
—Trabaja para sí misma —murmuró Morrison, tratando de localizar el elevador—. Una actividad autónoma, preparada y dispuesta para funcionar cuando todo lo demás hubiese acabado. ¿Cómo podríamos llegar hasta abajo?
El elevador estaba roto, atascado por una gran sección de metal. El último reducto de la autofactoría estaba como precintado; no había entrada alguna para tener acceso a él.

Corriendo hacia atrás y deshaciendo el camino O'Neill alcanzó la superficie y se aproximó al camión que primero encontró a mano.
—¿Dónde diablos está el soplete? ¡Vamos, traedlo aquí!
El precioso instrumento le fue entregado y se dio prisa en volver de nuevo junto a Morrison, allá abajo en las profundidades de la planta. Allí, estaba Morrison esperando. Los dos comenzaron frenéticamente a cortar la sección metálica que obstruía el paso del elevador.
—Ya va cediendo —advirtió Morrison.
Por fin, la plancha cedió y cayó al nivel inferior por el hueco del elevador. Un resplandor de luz blanquísima surgió a su alrededor y los dos hombres dieron un paso atrás.
En la cámara sellada, una furiosa actividad se llevaba a cabo, percibiendo el eco acompasado de las máquinas de su interior. A un extremo un continuo chorro de materias primas entraba en la cinta transportadora, al otro extremo lejano, salían los productos ya manufacturados, inspeccionados y enviados al tubo convector.
Todo aquello les resultó visible en una fracción de segundo; después la intrusión fue descubierta. Los robots hicieron una señal y los relés y conexiones se detuvieron en el acto. El resplandor vivísimo de luz disminuyó hasta casi quedar en la oscuridad. La línea de montaje frenó hasta detenerse; todo pareció quedar detenido en su anterior furiosa actividad.
Las máquinas emitieron un último chasquido y todo quedó en silencio.
A un extremo, una unidad móvil se desligó del conjunto y se dirigió con urgencia hacia el agujero por donde Morrison y O'Neill habían descendido a la planta inferior. Rompió un precinto de emergencia situado convenientemente y la escena anterior cambió nuevamente. Un instante después, toda la planta hervía nuevamente en frenética actividad.
Morrison, pálido y estremecido de pánico se volvió hacia O'Neill.
—¿Qué están haciendo? ¿Qué irán a hacer ahora?
—No son armas —repuso O'Neill.
—Lo que sea está siendo enviado a la superficie —dijo Morrison gesticulando convulsivamente.
O'Neill, excitado se dispuso a salir.
—¿Podríamos localizar el sitio?
—Pues... yo creo que sí.
—será mejor que vayamos a verlo —O'Neill empuño nuevamente la linterna y seguido de Morrison comenzó la ascensión hacia los niveles superiores—. Vamos a ver qué clase de objetos son esos que disparan hacia el exterior.

La válvula de salida del tubo convector estaba oculto entre una maraña de enredaderas silvestres y ruinas a un cuarto de milla más allá de la factoría. En una grieta entre las rocas de la base de la montaña, la válvula arrojaba los objetos como una cerbatana. Era visible desde diez yardas de distancia; los dos hombres casi se encontraron sobre ella cuando la advirtieron.
Cada cinco o seis segundos, era arrojada hacia el cielo una bola. El tubo se retraía para cambiar de ángulo de tiro y nuevamente volvía a disparar otra nueva bola en otra dirección distinta, con variada trayectoria.
—¿Y hasta qué distancia llegarán? —quiso imaginar Morrison.
—Debe variar probablemente. Las está distribuyendo al azar.
O'Neill avanzó con cuidado; pero el mecanismo no pareció advertir su presencia. Pegada junto al muro de la montaña y casi en su cima había una de aquellas bolas, que sin duda la válvula disparó directamente por el costado de la montaña. O'Neill subió hacia la cima, la recogió y la trajo de nuevo junto a su amigo Morrison.
Aquel recipiente era una aplastada caja de maquinaria; pero de maquinaria tan diminuta que seguramente sería preciso un microscopio para observarla adecuadamente.
—No es un arma ofensiva —murmuró O'Neill asombrado.
Aquella bola metálica se había desgarrado. Al principio no pudo decir si había sido por el impacto o por un deliberado mecanismo del interior. Comenzaron a caer en el suelo, deslizándose pequeñas miniaturas que tenían como vida propia. Agachándose, O'Neill las examinó detenidamente.
Aquellas pequeñas partículas entraron en movimiento. Era una maquinaria microscópica, más pequeña que hormigas, trabajando enérgicamente con un propósito... construyendo algo que parecía un diminuto rectángulo de acero.
—Están construyendo algo —dijo O'Neill totalmente perplejo..
Se puso en pie y anduvo alrededor. A mayor distancia, una de aquellas bolas caídas anteriormente, se hallaba ya en una fase más adelantada de construcción. Aparentemente, había sido expelida hacía más tiempo.
Aquélla había hecho ya grandes progresos que. podían ser identificados. Diminuta como era, la estructura resultaba familiar. La maquinaria estaba construyendo una factoría en miniatura, réplica exacta de la que había sido destruida por las bombas.
—Bien... —dijo O'Neill suspirando profundamente—. Así volvemos ahora al principio de nuevo. Para lo mejor o para lo peor... Lo cierto es que lo ignoro.
—Imagino que estas maravillas deben estar expandidas ahora por toda la Tierra —comentó Morrison—. Sí, lanzadas al azar y trabajando con el mismo propósito.
Un súbito pensamiento vino a la mente de Morrison.
—Tal vez alguno de estos proyectiles hayan sido diseñados para sobrepasar la velocidad de escape de la gravedad de la Tierra. Esto significaría... que las autofábricas se expandirán por todo el Universo.
Tras ellos, la boca de la válvula expulsora, continuaba lanzando rítmicamente su torrente de metálicas semillas.


FIN

Monday, May 5, 2008

Hipótesis 1. Construiremos computadoras dotadas de una inteligencia más que humana


Pérez, Valeria

Cuarta Hipótesis

La neuroingeniería proveerá los medios para aumentar exponencialmente la inteligencia humana.

Peralta, Jonathan Nicolás

Sunday, May 4, 2008

3º Hipotesis


La interfaz entre la computadora y los seres humano se volvera tan intima qe los usuarios podremos considerarnos superinteligentes.
Sabrina Campos

1era Hipotesis

"Construiremos computadoras dotadas de una inteligencia mas qe humana"


Quien sabe.....empezaremos construyendo computadoras con una mentalidad superior al del ser humano, pero quien sabe....la tecnologia avanza a pasos agigantados, tal vez el dia de mañana estemos ante una nueva raza en donde el aspecto exterior sea de un ser huamno, pero.......el interior.....realmente es humano? o estamos hablando de una mente superior con una apariencia humana?

para ponerse a pensar....

Saludos

Gabriel Prado

Segunda Discontinuidad


TEORÍA DE LA EVOLUCIÓNDARWIN Y SU TEORÍA DEL ORIGEN DE LA ESPECIE HUMANA O EVOLUCIÓN DEL HOMBRE
Delía- Perez

Cuarta discontinuidad. Inteligencia Artificial



Delia, Cleofe
Pérez,Valeria

Tercera discontinuidad. Freud, Teoría del inconsciente


Delia, Cleofe
Pérez, Valeria

Hipotesis 1 - Zapata Gabriela

Hipotesis 1: Computadoras dotadas de una inteligencia mas que humana


Saturday, May 3, 2008

Discontinuidades - Del Carmine, Zapata

1ra Discontinuidad: La tierra gira ardedor del Sol (Copérnico)




2da Discontinuidad: El hombre evoluciona del animal (Darwin)










3ra Discontinuidad: El inconciente (Freud)







4ta Discontinuidad: El hombre y la maquina



Del Carmine Matías, Zapata Gabriela




Monday, April 28, 2008

4ta Discontinuidad



Peralta, Jonathan

Pino, Lionel

Cuento de Asimov del libro "Yo, robot"

3
Razón


Medio año después los dos amigos habían cambiado de manera de pensar.
La llamarada de un gigantesco sol había dado paso a la suave oscuridad del espacio, pero las variaciones externas significan poco en la labor de comprobar las actuaciones de los robots experimentales. Cualquiera que sea el fondo de la cuestión, uno se encuentra frente a frente con un inescrutable cerebro positónico, que según los genios de la ciencia, tiene que obrar de esta u otra forma.
Pero no es así. Powell y Donovan se dieron cuenta de ello antes de llevar en la Estación dos semanas.
Gregory Powell espació sus palabras para dar énfasis a la frase.
‑‑Hace una semana Donovan y yo te pusimos en condiciones... ‑Sus cejas se juntaron con un gesto de contrariedad y se retorció la punta del bigote.
En la cámara de la Estación Solar 5 reinaba el silencio, a excepción del suave zumbido del poderoso Haz Director en las bajas regiones.
El robot Qt‑1 permanecía sentado, inmóvil. Las bruñidas placas de su cuerpo relucían bajo las luxitas, y las células fotoeléctricas que formaban sus ojos estaban fijas en el hombre de la Tierra, sentado al otro lado de la mesa.
Powell refrenó un súbito ataque de nervios. Aquellos robots poseían cerebros peculiares. ¡Oh, las tres Leyes Robóticas seguían en vigor!
Tenían que seguir. Todo el personal de la U.S. Robots, desde el mismo Robertson hasta el nuevo barrendero insistirían en ella. ¡De manera que Qt‑1 estaba a salvo! Y sin embargo..., los modelos Qt eran los primeros de su especie y aquél era el primero de los Qt. Los cálculos matemáticos sobre el papel no siempre eran la protección más tranquilizadora contra los gestos de los robots.
Finalmente, el robot habló. Su voz tenía la inesperada frialdad de un diagrama metálico.
‑‑¿Te das cuenta de la gravedad de una tal declaración, Powell? ‑‑"Algo" te ha hecho, Cutie ‑le hizo ver Powell‑. Tú mismo reconoces que tu memoria parece brotar completamente terminada del absoluto vacío de hace una semana. Te doy la explicación. Donovan y yo te montamos con las piezas que nos mandaron.
Cutie contempló sus largos dedos afilados con una curiosa expresión humana de perplejidad.
‑‑Tengo la impresión de que todo esto podría explicarse de una manera más satisfactoria. Porque, que "tú" me hayas hecho a "mí", me parece improbable.
‑‑¡En nombre de la Tierra! ¿Por qué? ‑exclamó Powell, ech ndose a reír.
‑‑Ll malo intuición. Hasta ahora es sólo esto. Pero pienso razonarlo.
Un encadenamiento de válidos razonamientos sólo puede llevar a la deter minación de la verdad, y a esto me atendré hasta conseguirla.
Powell se levantó y volvió a sentarse en el extremo de la mesa, cerca del robot. Sentía súbitamente una fuerte simpatía por el extraño mecanismo. No era en absoluto como un robot ordinario, que realizaba su tarea rutinaria en la estación con la intensidad de un sendero positónico profundamente marcado.
Puso una mano sobre el hombro de acero de Cutie y notó la frialdad y dureza del metal.
‑‑Cutie ‑dijo‑. Voy a tratar de explicarte algo. Eres el primer robot que ha manifestado curiosidad por su propia existencia... y el primero, a mi modo de ver, suficientemente inteligente para comprender el mundo exterior. Ven conmigo.
El robot se levantó lentamente y siguió a Powell con sus pasos que hacía silenciosos la gruesa suela de esponja de caucho. El hombre de la Tierra apretó un botón y un panel cuadrado de pared se deslizó a un lado. El grueso y claro vidrio de la portilla dejó ver el espacio... cuaja do de estrellas.
‑‑Ya he visto esto por las ventanas de observación de la sala de máquinas ‑dijo Cutie.
‑‑Lo sé ‑dijo Powell‑. ¿Qué crees que es? ‑‑Exactamente lo que parece; un material negro detr s de este cristal, salpicado de puntos brillantes. Sé que nuestro director manda rayos desde algunos de estos puntos, siempre los mismos; y también que estos puntos se mueven y que los rayos se mueven con ellos. Eso es todo.
‑‑¡Bien! Ahora quiero que me escuches atentamente. Lo negro es vacío, inmensa extensión vacía que se extiende hasta el infinito. Los pequeños puntos brillantes son enormes masas de materia saturadas de energía. Son globos, algunos de ellos de millones de kilómetros de di metro, y para que puedas compararlos te diré que esta estación tiene sólo mil quinientos metros de ancho. Parecen tan pequeños porque están increíblemente lejos.
>Los puntos a los cuales van diri gidos nuestros haces de energía están más cercanos y son más pequeños. Son fríos y duros y los seres humanos como yo mismo, vivimos en su superficie; somos varios millones. Es de uno de estos mundos de donde Donovan y yo venimos. Nuestros rayos alimentan estos mundos con energía sacada de uno de estos grandes globos incandescentes que se encuentran cerca de nosotros.
A este globo lo llamamos Sol y está del otro lado de la Estación, donde no puedes verlo.
Cutie permanecía inmóvil al lado de la portilla, como una estatua de acero. Sin volver la cabeza, dijo: ‑‑¿De qué punto de luz pretendes venir? ‑‑Allí está ‑dijo Powell después de haber buscado‑. Aquel tan brillante de la esquina. Lo llamamos Tierra. La buena y vieja Tierra. Somos tres billones en él, Cutie, y dentro de unas dos semanas volveré a estar allá con ellos.
Y entonces, cosa sorprendente, Cutie pareció canturrear, distraído.
No era en realidad una tonada, pero poseía la curiosa calidad sonora de un "pizzicato". Cesó tan r pidamente como había empezado.
‑‑¿Y de dónde vengo yo, Powell? No me has explicado "mi" existencia.
‑‑Todo lo demás es sencillo. Cuando estas estaciones fueron establecidas por primera vez para alimentar de energía solar los planetas, eran regidas por seres humanos. Sin embargo, el calor, las fuertes radiaciones solares y las tempestades de electrones hacían la estancia en el puesto difícil. Se perfeccionaron los robots para sustituir el trabajo humano y ahora sólo necesitan dos jefes para cada estación. Estamos tratando de reemplazar incluso a estos dos y aquí es donde intervienes tú. Tú eres el tipo de robot más perfeccionado, y si demuestras la capacidad de dirigir esta estación independientemente, jamás un ser humano volverá a poner los pies aquí, salvo para traer las piezas de recambio para reparaciones.
Su mano se levantó y la placa de metal volvió a caer en su sitio. Powell volvió a la mesa y frotó una man zana contra la manga antes de morderla. El rojo resplandor de los ojos del robot detuvo un ademán.
‑‑¿Esperas acaso que dé crédito a ninguna de estas absurdas hipótesis que acabas de exponerme? ‑dijo lentamente‑. ¿Por quién me tomas? Powell escupió fragmentos de manzana sobre la mesa y se puso colorado.
‑‑¡Pero, maldito sea! ¡No son hipótesis, son hechos!
‑‑¡Globos de energía de millones de kilómetros de anchura! ‑dijo Cutie amargamente‑. ¡Mundos con tres billones de seres humanos! ¡El vacío infinito!... Lo siento, Powell, pero no creo nada de esto. Lo resolveré yo solo. Adiós.
Dio la vuelta y salió de la cámara

Pasó por delante de Michael Donovan, hizo una inclinación de cabeza al llegar al umbral y salió al corredor, ignorante de la expresión de asombro de los dos hombres.
Mike Donovan se pasó la mano por el rojo cabello y dirigió una mirada de contrariedad a Powell.
‑‑¿Qué diablos estaba diciendo el maldito artefacto este? ¿Qué es lo que no cree? ‑‑Es un escéptico ‑dijo el otro, mordiéndose nerviosamente el bigote‑.
No cree que lo hayamos fabricado, ni que la Tierra exista, ni que haya un espacio estrellado.
‑‑¡Por el viejo Saturno! Ha salido un robot loco de nuestras manos...
‑‑Dice que va a resolver el problema él solo.
‑‑Bien, en este caso, espero condescenderá a explicarme todo lo que descubra. ‑Y con súbita rabia, añadió‑: ¡Oye! ¡Como ese montón de metal me largue a mí una de éstas, le parto esta varilla de cromio en la espalda!
Se sentó encogiéndose de hombros y se sacó una novela del bolsillo.
‑‑Este robot empieza a darme grima, de todos modos. Es demasiado inquisitivo...
Mike Donovan se estaba comiendo un bocadillo de lechuga y tomate cuando Cutie llamó suavemente a la puerta y entró.
‑‑¿Está aquí Powell? Donovan le contestó con voz pausada y apagada por la masticación.
‑‑Está reuniendo datos sobre la función de las corrientes electrónicas. Parece que nos acercamos a una tormenta.
En aquel momento entró Gregory Powell, miró un papel lleno de cifras que traía en la mano y se sentó. Dejó las hojas sobre la mesa y comenzó a hacer cálculos. Donovan lo miraba, masticando la lechuga y recogiendo las migas de pan. Cutie esperaba, silencioso.
‑‑El potencial Zeta se eleva, pero lentamente ‑dijo Powell levantando la vista‑. De todos modos, las corrientes funcionales son errantes y no sé qué esperar. ¡Ah, hola, Cutie!
Creía que estabas vigilando la instalación de la nueva "barra de mando".
‑‑Ya está instalada ‑dijo el robot tranquilamente‑ y he venido a sostener una conversación con vosotros.
‑‑¡Ah!... ‑dijo Powell, aparentemente inquieto‑. Bien, siéntate. No, en esta silla, no. Una de las patas es floja y no resistiría tu peso.
‑‑He tomado una decisión ‑dijo el robot, después de haber obedecido.
Donovan levantó la vista y dejó los restos de su bocadillo a un lado. Se disponía a hablar, pero Powell le hizo guardar silencio con un gesto.
‑‑Sigue, Cutie.Te escuchamos.
‑‑He pasado estos dos últimos días en concentrada introspección ‑dijo Cutie‑, y los resultados han sido de lo más interesante. Empecé por un seguro aserto que consideré podía permitirme hacer. Yo, por mi parte existo, porque pienso...
‑‑¡Ah, por Júpiter... un robot Descartes! ‑gruñó Powell.
‑‑¿Quién es Descartes? ‑preguntó Donovan‑. Oye, ¿es que tenemos que estar aquí sentados escuchando a este loco metálico...? ‑‑¡C llate, Mike!
‑‑Y la cuestión que inmediatamente se presenta ‑continuó Cutie imperturbable‑, es: ¿cu l es exactamente la causa de mi existencia? Powell se quedó con la boca abierta.
‑‑Estás diciendo tonterías. Ya te he dicho que te hicimos nosotros.
‑‑Y si no nos crees, con gusto volveremos a hacerte pedazos ‑añadió Donovan.
El robot tendió sus fuertes manos con un gesto de imploración.
‑‑No acepto nada por autoridad.
Una hipótesis debe ser corroborada por la razón, de lo contrario, carece de valor; y es contrario a todos los dictados de la lógica suponer que vosotros me habéis hecho.
Powell detuvo con su mano el gesto amenazador de Donovan.
‑‑¿Por qué dices esto, exactamente?
Cutie se echó a reír. Era una risa inhumana, la risa más mecanizada que había surgido jamás. Era aguda y explosiva, regular como un metrónomo y sin matiz alguno.
‑‑Fíjate en ti ‑dijo finalmente‑.
No lo digo con espíritu de desprecio, pero fíjate bien. Estás hecho de un material blando y flojo, sin resistencia, dependiendo para la energía de la oxidación ineficiente del material org nico... como esto ‑añadió señalando con un gesto de reprobación los restos del bocadillo de Donovan‑.
Pas is periódicamente a un estado de coma, y la menor variación de temperatura, presión atmosférica, la humedad o la intensidad de radiación afecta vuestra eficiencia. Sois "alterables".
>Yo, por el contrario, soy un producto acabado. Absorbo energía eléctrica directamente y la utilizo con casi un ciento por ciento de eficiencia. Estoy compuesto de fuerte metal, estoy consciente constantemente y puedo soportar fácilmente los más extremados cambios ambientales. Estos son hechos que, partiendo de la irrefutable proposición de que ningún ser puede crear un ser más perfecto que él, reduce vuestra tonta teoría a la nada.
Las maldiciones murmuradas en voz baja por Donovan brotaron inteligibles al levantarse frunciendo sus rojas cejas.
‑‑¡Muy bien, hijo de unos desperdicios de metal! Si no te hicimos nosotros, ¿quién te hizo? ‑‑Muy bien, Donovan ‑asintió Cutie gravemente‑. Esta era, desde luego, la cuestión siguiente. Evidentemente, mi creador tiene que ser más poderoso que yo y, por lo tanto, sólo cabía una hipótesis.
Los dos hombres de la Tierra le miraban sin expresión y Cutie prosiguió: ‑‑¿Cu l es el centro de las actividades aquí en la Estación? ¿Al servicio de quién estamos todos? ¿Qué absorve toda nuestra atención? Esperó, a la expectativa. Donovan miró asombrado a su compañero.
‑‑Apostaría a que este amasijo de tornillos está hablando del mismo Transformador de Energía.
‑‑¿Es así, Cutie? ‑preguntó Powell.
‑‑Estoy hablando del Señor ‑fue la fría respuesta que siguió.
Aquello fue la señal del estallido de risas de Donovan y el mismo Powell se permitió esbozar una sonrisa.
Cutie se puso de pie y sus ojos brillantes se fijaron en uno y después en el otro.
‑‑Da lo mismo lo que penséis y no me extraña que os neguéis a creerlo.
Vosotros no tenéis que estar mucho tiempo aquí, estoy seguro de ello.
Powell mismo ha dicho que al principio sólo los hombres servían al Señor; que después vinieron los robots para el trabajo rutinario; y finalmente yo, para dirigir. Los hechos son sin duda verdaderos, pero la explicación es completamente ilógica.
¿Queréis saber la verdad que hay detr s de todo esto? ‑‑Sigue, Cutie, me diviertes.
‑‑El Señor creó al principio el tipo más bajo, los humanos, formados más fácilmente. Poco a poco fue reemplaz ndolos por robots, el siguiente paso, y finalmente me creó a mí, para ocupar el sitio de los últimos humanos. A partir de ahora sirvo al Señor.
‑‑No har s nada de esto ‑dijo Powell secamente‑. Seguir s nuestras órdenes y te estar s tranquilo hasta que estemos convencidos de que puedes dirigir el Transformador. ¡Escucha!
"El Transformador", no el Señor.
Si no nos convences, ser s desmonta do. Y ahora, si no te importa...
puedes marcharte. Y llévate estos datos y regístralos debidamente.
Cutie aceptó los gr ficos que le tendían y salió sin decir palabra.
Donovan se echó atr s en su silla y se mesó los cabellos.
‑‑Ese robot nos va a dar trabajo.
¡Está como una cabra!

* * *

El soñoliento zumbido del Transformador se oye más fuerte en la cámara de mando y mezclado a él se oye la aspiración de los contadores Geiger y el intermitente ruido de las señales luminosas.
Donovan apartó los ojos del telescopio y encendió los Luxites.
‑‑El haz de Estación 4 capta Marte en horario. Podemos cortar los nuestros ya.
Powell parecía abstraído.
‑‑Cutie está en el cuarto de máquinas. Le daré la señal y puede hacerse cargo de ello. Oye, Mike, ¿qué piensas de estas cifras? Donovan las estudió atentamente y lanzó un silbido de perplejidad.
‑‑¡Hombre, esto es lo que yo llamo intensidad de rayos gamma! El viejo Sol hace de las suyas...
‑‑Sí ‑respondió Powell amargamente‑, estamos en mala posición para aguantar una tormenta de electrones, además. Nuestro haz de Tierra está probablemente en el sendero indicado.
‑Apartó su silla de la mesa‑. ¡Cuernos! ¡Si tan sólo aguantase hasta que venga el relevo, pero lleva ya diez días! Oye, Mike, ¿y si fueses abajo a echar una mirada a Cutie? ‑‑O.K. Dame algunas de estas almendras. ‑Agarró el saquito que le arrojó Powell y se dirigió hacia el ascensor.
El instrumento se deslizó suavemente hacia abajo y se detuvo en la pequeña puerta de la sala de máquinas.
Donovan se asomó a la barandilla y miró hacia abajo. Los enormes generadores estaban en plena acción y de los tubos‑L salía el agudo silbido que saturaba toda la estación.
Vio la enorme y reluciente figura de Cutie al lado del tubo‑L de Marte, observando atentamente los demás robots que trabajaban al unísono.
Y entonces Donovan se quedó rígido. Los robots, que parecían empequeñecidos junto al enorme tubo‑L, estaban alineados delante de él, con la cabeza doblada en ángulo recto, mientras Cutie andaba lentamente arriba y abajo por delante de ellos.
Transcurrieron quince segundos y entonces, con un estruendo metálico que retumbó en la estancia, cayeron todos de rodillas.
Donovan bajó precipitadamente la estrecha escalera. Corrió hacia ellos, con el rostro rojo como sus cabellos, agitando furiosamente los puños en el aire.
‑‑¿Qué diablos significa esto, idiotas sin seso? ¡Vamos! ¡Ocupaos del tubo‑L! ¡Como no lo teng is en perfecta condición, limpio, antes de que termine el día, os coagulo el cerebro con corriente alterna!
Ni un solo robot se movió.
Incluso Cutie, en el extremo, el único que estaba de pie, permaneció silencioso, con la mirada fija en los oscuros rincones de la gran máquina que tenía delante. Donovan dio un fuerte empujón al primer robot.
‑‑¡Levántate! ‑rugió.
Lentamente el robot obedeció.
Sus ojos fotoeléctricos se fijaron con reproche sobre el hombre de la Tierra.
‑‑No hay más Señor que el Señor ‑dijo‑, y Qt‑1 es su profeta, ‑‑¿Eh?... ‑Donovan se encontró frente a veinte pares de ojos fijos en él y veinte voces de timbre metálico que declaraban solemnemente: ‑‑"No hay más Señor que el Señor y Qt‑1 es su profeta...".
‑‑Temo ‑dijo Cutie al llegar a este punto‑, que mis amigos obedecen ahora a alguien más alto que tú.
‑‑¡Qué diablos dices! ¡Sal de aquí inmediatamente! Ya te arreglaré las cuentas más tarde, y a estos chismes animados, ahora mismo.
‑‑Me apena ‑dijo Cutie lentamente moviendo despacio la cabeza‑, pero veo que no me entiendes. Todos estos son robots, y por lo tanto seres dotados de razón. Les he predicado la Verdad y ahora reconocen al Señor. Me llaman el Profeta. Soy indigno de ello ‑añadió bajando la cabeza, pero quiz ...
Donovan consiguió recobrar el aliento e hizo uso de él.
‑‑¿Sí, eh?... ¡Vaya, qué bonito!... Pues escucha que te diga una cosa, chimpancé de bronce. Aquí no hay tal Señor, ni tal Profeta, ni es cuestión de quién da órdenes. ¿Entendido? ‑Su voz se convirtió en un mugido‑. ¡Y ahora, fuera de aquí!
‑‑Obedezco solamente al Maestro.
‑‑¡Al diablo el Maestro! ‑Donovan escupió sobre el tubo‑L‑. ¡Esto para el Maestro! ¡Haz lo que te digo!
Ni Cutie ni los demás robots dijeron una palabra, pero Donovan se dio cuenta de un aumento de tensión. Los ojos fríos aumentaron la intensidad de su color, y Cutie parecía más rígido que nunca.
‑‑¡Sacrílego! ‑murmuró, con voz metálica emocionada.
Donovan tuvo la primera sensación de miedo al ver aproximarse a Cutie.
Un robot "no puede sentir odio", pero los ojos de Cutie eran inescrutables

‑‑Lo siento, Donovan ‑dijo el robot‑, pero después de esto no podéis seguir por más tiempo aquí. Por consiguiente, Powell y tú tenéis vedado el acceso a la sala de control y la sala de máquinas.
Había hecho un gesto pausado y en el acto dos robots sujetaron los brazos de Donovan.
Donovan no tuvo tiempo de hacer más que una angustiada aspiración antes de sentirse levantado y llevado escaleras arriba a la velocidad de un buen galope.
Gregory Powell andaba arriba y abajo de la habitación, con el puño cerrado. Dirigió una intensa mirada de desesperación a la puerta y se acercó a Donovan amargamente.
‑‑¿Por qué diablos tenías que escupir contra el tubo‑L? Mike Donovan se desplomó sobre el sillón y golpeó el brazo furiosamente

‑‑¿Qué querías que hiciese con este espantajo electrificado? ¡No voy a doblegarme ante sus caprichos!, ¿ver dad? ‑‑No; pero ahora estamos en la sala de oficiales con robots de centinela en la puerta. Esto no es doblegarse, ¿verdad? ‑‑Espera a que lleguemos a la base

Alguien pagará todo esto ‑dijo Donovan‑. Los robots deben obedecernos.
Es la Segunda Ley.
‑‑¿De qué sirve esto? No nos obedecen. Y esto responde seguramente a una razón que descubriremos demasiado tarde. A propósito, ¿sabes lo que nos ocurrirá cuando estemos de regreso en la Base? Se detuvo delante del sillón de Donovan, furioso.
‑‑¿Qué? ‑‑¡Oh, nada!... Veinte años de Minas de Mercurio. O quiz el Presidio de Ceres.
‑‑¿Qué estás diciendo? ‑‑La tempestad de los electrones que se acerca. ¿Sabes que avanza directamente hacia el centro del haz de Tierra? Acababa de calcularlo cuando el robot me ha levantado de la silla.
¿Y sabes lo que le va a pasar al haz?
Porque la tormenta va a ser de ali vio. Que va a saltar como una pulga con el contacto. Y todo esto con Cutie solo en los controles, y si sale de foco... que el cielo proteja a la Tierra... y a nosotros.
Donovan sacudía frenéticamente la puerta cuando Powell estaba sólo a medio camino de ella. La puerta se abrió y el hombre de la Tierra avanzó, pero encontró un duro e inamovible brazo de acero que lo detuvo.
El robot lo miraba con indiferencia.
‑‑El Profeta ha dado orden de que no os mováis. Por favor, obedeced.
El brazo se movió, Donovan fue empujado hacia dentro y en aquel momento apareció Cutie por el fondo del corredor. Apartó con un gesto suavemente la puerta. Donovan se dirigió a Cutie jadeando, indignado.
‑‑¡Esto ha ido ya bastante lejos!
¡Vas a pagar cara la farsa!
‑‑Por favor, no te contraríes ‑dijo el robot con suavidad‑, tenía forzosamente que ocurrir. Los dos habéis perdido vuestra función...
‑‑Hasta que fui creado, vosotros velabais por el Maestro. Este privilegio me pertenece ahora a mí y por consiguiente, la razón de ser de vuestra existencia ha desaparecido.
¿No es esto evidente? ‑‑No mucho ‑respondió amargamente Powell‑, pero ¿qué crees que vamos a hacer ahora? Cutie no contestó en seguida. Permaneció silencioso como si reflexionase sobre el hombro de Powell. El otro agarró a Donovan por la muñeca y lo acercó.
‑‑Me gustáis los dos. Sois criaturas inferiores, pero siento realmente cierto afecto por vosotros. Habéis servido fielmente al Señor y Él os lo recompensar . Habiendo terminado vuestro servicio, no existiréis probablemente por mucho tiempo, pero mientras existáis, tenemos que procuraros comida, ropas y abrigo, a condición de que os manteng is apartados de la sala de controles y de máquinas.
‑‑¡Nos está poniendo a pensión, Greg! ‑gritó Donovan‑. ¡Haz algo!
¡Es humillante!
‑‑Oye, Cutie, no podemos tolerar esto. Somos los "amos". Esta Estación ha sido exclusivamente creada por seres humanos como yo, seres humanos que viven en la Tierra y otros planetas. Esto no es más que un colector de energía. Tú no eres más que...
¡Ay... cuerno!
Cutie movió la cabeza gravemente.
‑‑Esto frisa ya la obsesión. ¿Por qué insistís en un punto de vista tan radicalmente falso? Aun admitiendo que los no‑robot carecen de la facultad de razonar, queda todavía el problema de...
Su voz se desvaneció en un reflexivo silencio y Donovan dijo, en un susurro saturado de intensidad: ‑‑Si tuvieses un rostro de carne y hueso te lo rompería.
Con los dedos, Powell se acariciaba el bigote y sus ojos brillaban.
‑‑Escucha, Cutie, si no existe una cosa que se llama Tierra, ¿cómo te explicas lo que ves por el telescopio?
‑‑¡Perdona...!
‑‑¿Te he ganado, eh? ‑dijo Powell‑. Desde que estamos juntos has hecho muchas observaciones telescópicas, Cutie. ¿Has observado que muchos de estos puntos luminosos se convierten en disco cuando los ves así? ‑‑¡Oh, "esto"!... Sí, ciertamente

Es una mera ampliación con el propósito de dirigir más exactamente el haz.
‑‑¿Por qué no aumentan igualmente de tamaño las estrellas, entonces? ‑‑¿Quieres decir los demás puntos? No se les manda haz alguno, de manera que no necesitan ampliación. Verdaderamente, Powell, "incluso" deberías ser capaz de comprender esto.
‑‑¡Pero ves más estrellas a través del telescopio! ‑dijo Powell, mir ndolo perplejo‑. ¿De dónde vienen? ¿De dónde demonios vienen, por Júpiter? ‑‑Escucha, Powell ‑dijo Cutie, contrariado‑. ¿Crees que voy a perder el tiempo tratando de buscar interpretaciones físicas de todas las ilusiones ópticas de nuestros instrumentos? ¿Desde cu ndo puede compararse la prueba ofrecida por nuestros sentidos con la clara luz de la inflexible ra zón? ‑‑Mira ‑intervino Donovan súbitamente, liber ndose del amistoso, pero pesado brazo metálico de Cutie‑, vamos al fondo de la cuestión. ¿Para qué sirven los haces? Te estamos dando una explicación lógica. ¿Puedes hacer tú algo mejor? ‑‑Los haces de luz son emitidos por el Señor para cumplir sus designios.
Hay ciertas cosas ‑añadió elevando piadosamente los ojos‑ que no deben sernos probadas; en esta materia, trato sólo de servir y no de interrogar.
Powell se sentó y hundió el rostro en sus manos temblorosas.
‑‑Sal de aquí, Cutie. Sal de aquí y déjame pensar.
‑‑Te mandaré comida ‑dijo Cutie amablemente.
Un gruñido fue la única respuesta y el robot salió.
‑‑Greg ‑dijo Donovan en voz baja y sombría‑, esto requiere estrategia.
Tenemos que aplicarle un cortocircuito en el momento en que no lo espere. Acido nítrico concentrado en las articulaciones.
‑‑No digas tonterías, Mike.
¿Crees acaso que nos dejará acercarnos a él con cido nítrico en las manos? Tenemos que "hablar" con él, te digo. Tenemos que convencerlo de que nos deje tomar de nuevo posesión de la sala de control antes de cuarenta y ocho horas, o seremos reducidos a papilla. Pero ‑añadió balance ndose, desalentado ante su impotencia‑ ¿quién va a discutir con un robot? ‑‑Es vejatorio... ‑terminó Donovan.
‑‑¡Peor!
‑‑¡Oye! ‑dijo Donovan, ech ndose a reír‑. ¿Por qué discutir? ¡Demostrémoselo! Construyamos otro robot ante sus propios ojos. ¡Tendrá que tragarse sus palabras, entonces!
En el rostro de Powell apareció lentamente una sonrisa que se fue ensanchando.
‑‑¡Y piensa en su cara de espanto cuando nos vea hacerlo! ‑terminó Donovan.
Los robots son fabricados, desde luego, en la Tierra, pero su expedición a través del espacio es mucho más fácil si puede hacerse por piezas y montarlos en el sitio donde deben emplearse. Elimina además la posibilidad de que robots completamente montados vayan rondando por la Tierra, enfrentando de esta manera la U.S.
Robots con la estricta ley que prohíbe el uso de robots en la Tierra.
Sin embargo, esto hacía pesar sobre hombres como Powell y Donovan las necesidades de sintetizar robots completos, tarea laboriosa y complicada.
Powell y Donovan no se habían dado nunca tanta cuenta de la verdad de este hecho como el día en que, reunidos en la sala de montaje, emprendieron la creación de un nuevo robot bajo la inspección y vigilancia de Qt‑1, Profeta del Señor.
El robot en cuestión, un simple Mc, yacía sobre la mesa, casi terminado. Tres horas de trabajo lo habían dejado solo con la cabeza por terminar y Powell se detuvo para enjugarse la frente y mirar a Cutie.
La mirada no fue muy tranquilizado ra. Durante tres horas, Cutie había permanecido sentado, inmóvil y silencioso, y su rostro, siempre inexpresivo, era ahora absolutamente inescrutable.
‑‑¡Vamos ya con el cerebro, Mike!
‑gruñó Powell.
Donovan abrió un receptáculo herméticamente cerrado y del baño de aceite del interior sacó un segundo cubo.
Abriendo éste a su vez, sacó un globo de su revestimiento de esponja de goma.
Lo manejó r pidamente, porque era el mecanismo más complicado jamás creado por el hombre. En el interior de la tenue piel chapada de platino del globo, había un cerebro positónico, en cuya inestable y delicada estructura habían insertado senderos neutrónicos calculados, que dotaban a cada robot de lo que equivalía a una educación prenatal.
El cerebro se adaptaba exactamente a la cavidad craneana del robot. El metal azul se cerró y quedó sólidamente soldado por la diminuta llama atómica. Se adaptaron cuidadosamente los ojos electrónicos, fuertemente atorni llados en su lugar y cubiertos por una delgada hoja transparente de pl stico de la dureza del acero.
El robot sólo esperaba ya la vitalizadora corriente de una electricidad de alto voltaje, y Powell se detuvo con la mano sobre el interruptor.
‑‑Ahora mira esto, Cutie. ¡Fíjate atentamente!
El interruptor estableció el contacto y se oyó un zumbido. Los dos terrestres se inclinaron emocionados sobre su creación.
Al principio sólo se produjo un leve movimiento en las articulaciones

La cabeza se levantó, los codos se apoyaron sobre la mesa y el robot modelo Mc bajó torpemente al suelo. Su paso era inseguro y dos veces unos infructuosos gruñidos fueron todo lo que se consiguió sacarle en materia de palabra. Finalmente su voz, incierta y vacilante, adquirió forma.
‑‑Quisiera empezar a trabajar.
¿Dónde debo ir? Donovan corrió hacia la puerta.
‑‑¡Baja estas escaleras! ‑dijo‑.
Ya te dir n lo que debes hacer.
El robot Mc se había marchado y los dos hombres estaban solos delante del inconmovible Cutie.
‑‑Y bien, ¿crees ahora que te hemos hecho nosotros? ‑‑¡No! ‑fue la respuesta corta y categórica de Cutie.
Powell frunció intensamente el ceño y después fue relaj ndose. Donovan abrió la boca y permaneció así.
‑‑¿Lo veis? ‑continuó Cutie tranquilamente‑. No habéis hecho más que juntar piezas ya creadas. Lo habéis hecho extraordinariamente bien, por instinto supongo, pero en realidad no habéis "creado" el robot. Las piezas habían sido creadas por el Señor.
‑‑Escucha ‑dijo Donovan, con voz enronquecida‑, estas piezas han sido fabricadas en la Tierra y mandadas aquí.
‑‑Bien, bien... ‑dijo Cutie, tranquilizador‑, no discutamos...
‑‑No es ésta mi intención. ‑Donovan saltó hacia delante y agarró el brazo del robot‑. Si fueses capaz de leer los libros de la biblioteca, te lo explicarían de modo que no te que daría la menor duda.
‑‑¡Los libros... los he leído!
¡Todos! Son muy ingeniosos.
Powell intervino súbitamente.
‑‑Si los has leído, ¿qué más hay que decir? No puedes negar su evidencia. ¡No puedes!
‑‑Por favor, Powell ‑dijo Cutie con la compasión en la voz‑, no puedo considerarlos como una fuente válida de información. También ellos fueron creados por el Señor... y lo fueron para ti, no para mí.
‑‑¿Cómo has descubierto esto? ‑preguntó Powell.
‑‑Porque yo, como ser dotado de razón, soy capaz de deducir la Verdad de las Causas "a priori". Tú, ser inteligente, pero sin razón, necesitas que se te dé una explicación de la existencia, y esto es lo que hizo el Señor. Que te procurase estas visibles ideas de mundos lejanos y pueblos, es, sin duda, excelente.
Vuestras mentes son demasiado vulgares para comprender la Verdad absoluta. Sin embargo, puesto que es la voluntad del Señor que deis crédito a vuestros libros, no quiero discutir más con vosotros.
Al marcharse, se volvió y en tono más amable, dijo: ‑‑Pero no temáis nada. En el plan de las cosas del Señor hay sitio para todo. Vosotros, los pobres humanos, tenéis vuestro lugar, y, si bien es humilde, seréis recompensados si lo ocup is dignamente.
Se marchó con el aire de beatitud propio del Profeta del Señor y los dos seres humanos permanecieron solos, evitando mirarse.
‑‑V monos a la cama, Mike, abandono ‑dijo Powell haciendo un esfuerzo

‑‑Oye, Greg ‑dijo Donovan con voz ronca‑, ¿no creer s que tiene razón en todo esto, verdad? Parece tan seguro de sí mismo que...
‑‑No seas idiota ‑dijo Powell volviéndose r pido‑. Ya te convencer s de que la Tierra existe cuando vengan los relevos la semana próxima y tengamos que regresar a escuchar el concierto.
‑‑Entonces... ¡por la salud de Júpiter!, tenemos que hacer algo.
‑Casi lloraba‑. No nos cree ni a nosotros, ni a los libros, ni a sus ojos.
‑‑No ‑dijo Powell amargamente‑.
¡Es un robot con razón, maldita sea, con sus propios postulados! Cree sólo en la razón, y esto tiene un inconveniente... ‑Su voz se desvaneció.
‑‑¿Cu l es? ‑‑Que por la fría razón y la lógica se puede probar cualquier cosa... si encuentras el postulado apropiado.
Nosotros tenemos los nuestros y Cutie tiene los suyos.
‑‑Entonces veamos estos postulados en seguida. La tempestad es mañana.
‑‑Aquí es donde falla todo ‑dijo Powell con un suspiro de desaliento‑

Los postulados están establecidos por la suposición y reforzados por la fe.
Nada en el Universo puede conmoverlos. Me voy a la cama.
‑‑¡Oh, demonios! ¡No puedo dormir!
‑‑Yo tampoco. Pero siempre puedo intentarlo... por cuestión de principio.
Doce horas después el sueño seguía siendo esto, una cuestión de principio... inalcanzable, en la pr ctica.

* * *

La tormenta llegó a la hora prevista y el rubicundo rostro de Donovan se había quedado sin sangre. Powell, con los labios secos y las mandíbulas apretadas, miraba a través de la portilla y se tiraba desesperadamente del bigote.
En otras circunstancias, hubiera sido un maravilloso espectáculo. El chorro de electrones a alta velocidad que penetraba en el haz de energía florecía en forma de microscópicas partículas de intensa luz. El chorro se desparramaba por el vibrante vacío, formando un revoloteo de brillantes copos.
El haz de energía permanecía inmóvil, pero los dos terrestres sabían el valor de las apariciones a simple vista. Una desviación en arco de una centésima de milésima de segundo, invisible al ojo humano, era suficiente para apartar el haz de su foco, y convertir centenares de kilómetros cuadrados de la Tierra en incandescentes ruinas.
Y un robot, indiferente al haz, al foco y a la Tierra, a todo menos a su Señor, era dueño de los mandos.
Las horas pasaron. Los dos hombres seguían mirando en un silencio de hipnosis. La tormenta había cesado.
‑‑Se acabó ‑dijo Powell con voz incolora.
Donovan había caído en una especie de sopor y Powell lo miraba con envidia. La señal luminosa brillaba una y otra vez, pero ninguno de los dos prestaba atención a ella. Nada tenía importancia. Quiz en el fondo Cutie tuviese razón... y él no era más que un ser inferior con una memoria metódica y una vida que había sobrepasado su propósito.
¡Ojal fuese así! Cutie estaba ante él.
‑‑No habéis contestado a la señal, de manera que he venido ‑dijo en voz baja‑. No tenéis buen semblante y temo que el término de vuestra existencia no esté lejano. Sin embargo, ¿queréis ver algunas de las anotaciones registradas hoy? Powell se daba vagamente cuenta de que el robot trataba de mostrarse amistoso, quiz para apagar sus remordimientos, restableciendo a los humanos en el mando de la estación. Cogió las hojas de papel de la mano que se las tendía y las miró sin verlas.
‑‑Desde luego, es un gran prodigio servir al Señor ‑dijo Cutie, al parecer satisfecho‑. No debéis tomaros a mal que os haya reemplazado.
Powell lanzó un gruñido y siguió recorriendo maquinalmente las hojas de papel hasta que se fijó en una tenue línea roja que cruzaba la hoja.
Miró... y volvió a mirar. Se apoyó con fuerza sobre los puños y se levantó, sin dejar de mirar. Las demás hojas cayeron al suelo, mezcladas.
‑‑¡Mike! ¡Mike! ‑Sacudió a su amigo furiosamente‑. ¡"Se mantiene en dirección"!
‑‑¿Eh?... ¿Cómo? ‑preguntó Donovan, volviendo en sí, mirando también con los ojos salidos, la hoja que tenía delante.
‑‑¿Qué ocurre? ‑preguntó Cutie.
‑‑Te has mantenido en el foco ‑gritó Powell‑. ¿Lo sabías? ‑‑¿Foco? ¿Qué es eso? ‑‑Has mantenido el haz dirigido exactamente a la estación receptora..

dentro de una diezmillonésima de segundo de arco.
‑‑¿Qué estación receptora? ‑‑Tierra. La estación receptora es Tierra ‑balbució Powell‑. Has mantenido la dirección del foco.
Cutie giró sobre sus talones, contrariado.
‑‑Es imposible mostrar la menor amabilidad con vosotros. ¡Siempre el mismo fantasma! No he hecho más que mantener todas las esferas en equilibrio de acuerdo con la voluntad del Señor.
Y recogiendo los esparcidos papeles, se retiró secamente; una vez hubo salido, Donovan se volvió hacia Powell y dijo: ‑‑¡Júpiter me confunda!... Bien, ¿y qué hacemos ahora? ‑‑Nada ‑dijo Powell, cansado‑.
Nada. Nos ha demostrado que puede dirigir perfectamente la estación.
Jamás he visto hacer mejor frente a una tempestad de electrones.
‑‑Pero esto no resuelve nada. Ya has oído lo que ha dicho del Señor.
No podemos...
‑‑Mira, Mike, sigue las instrucciones del Señor a través de relojes, esferas, gr ficos e instrumentos. Esto es lo que siempre hemos hecho nosotros. En realidad, equivale a negarse a obedecer. La desobediencia es la Segunda Ley. No hacer daño a los humanos es la primera. ¿Cómo podía evitar hacer daño a los humanos sabiéndolo o no? Pues manteniendo el haz de energía estable. Sabe que es capaz de mantenerlo más estable que nosotros, ya que insiste en que es un ser superior, y por esto tiene que mantenernos alejados del cuarto de controles. Si tienes en cuenta las Leyes Robóticas, es inevitable.
‑‑Bien, pero no es ésta la cuestión. No podemos consentir que siga con el sonsonete ese del Señor.
‑‑¿Por qué no? ‑‑Porque ¿quién ha oído jamás decir estas tonterías? ¿Cómo vamos a dejar que siga manteniendo la estación si no cree en la existencia de la Tierra? ‑‑¿Puede dirigir la Estación? ‑‑Sí, pero...
‑‑Entonces, ¿qué más da que crea una cosa que otra? Powell extendió los brazos con una vaga sonrisa de satisfacción y cayó de espaldas sobre la cama. Estaba dormido.
Powell seguía hablando mientras luchaba por endosarse su ligera chaqueta del espacio.
‑‑Será muy sencillo. Puedes traer nuevos modelos Qt uno por uno, los equipas con un conmutador de lanzamiento automático que actúe en el plazo de una semana, como para darles tiempo de aprender... el... el culto del Señor, de boca del mismo Profeta; después los conmutas con otra estación para revitalizarlos. Podemos tener dos Qt por...
Powell levantó su visor de glasita y se rió.
‑‑C llate y vámonos de aquí. El relevo espera y no estaré tranquilo hasta que sienta la superficie de la Tierra bajo mis pies..., sólo para estar seguro de que realmente existe.
La puerta se abrió mientras estaba hablando y Donovan volvió a cerrar inmediatamente el visor de glasita, volviéndose enojado hacia Cutie.
El robot se acercó a ellos lentamente.
‑‑¿Os vais? ‑preguntó con una nota de pesar en la voz.
‑‑Vendr n otros en nuestro lugar ‑respondió Powell.
‑‑Vuestro tiempo de servicio ha terminado y la hora de la disolución ha llegado ‑dijo Cutie con un suspiro‑. Lo esperaba, pero... En fin, la voluntad del Señor debe cumplirse...
‑‑Ahorra tu compasión ‑saltó Powell, indignado por el tono resignado de Cutie‑. Nos vamos a la Tierra, no a la disolución.
‑‑Es mejor que lo cre is así ‑suspiró nuevamente el robot‑. Ahora comprendo la cordura de la ilusión.
No quisiera tratar de conmover vuestra fe, aunque pudiese. ‑Y se marchó, convertido en la imagen de la compasión.
Powell se echó a reír y se dirigió hacia Donovan. Con las maletas cerradas en la mano, se encaminaron hacia la compuerta neumática.
La nave estaba en el rellano exterior y Franz Muller, su relevo, los saludó con rígida cortesía. Donovan le prestó escasa atención y entró en la cabina del piloto a tomar los mandos de Sam Evans.
‑‑¿Cómo va la Tierra? ‑preguntó Powell, qued ndose atr s.
Era una pregunta bastante convencional y Muller dio la respuesta convencional que merecía: ‑‑Sigue girando.
‑‑Bien ‑dijo Powell.
‑‑En el U.S. Robots han ideado un nuevo tipo, a propósito ‑dijo Muller, mir ndole‑. Un robot múltiple.
‑‑¿Un qué? ‑‑Lo que he dicho. Hay un importante contrato de ellos. Tiene que ser adecuado para los trabajos de minería en los asteroides. Es un robot principal, con seis sub‑robots alrededor. Como tus dedos.
‑‑¿Lo han probado ya? ‑preguntó Powell con ansiedad.
‑‑Te están esperando a ti, he oído decir ‑dijo Muller sonriendo.
‑‑¡Maldita sea!... ‑exclamó Powell, cerrando el puño‑. Necesito vacaciones.
‑‑¡Oh, las tendr s! Dos semanas, creo.
Se estaba poniendo los gruesos guantes del espacio prepar ndose para su estancia allí y sus espesas cejas se juntaron.
‑‑¿Y qué tal va este nuevo robot? Será mejor que se porte bien; o antes me condeno que dejarle tocar los mandos.
Powell hizo una pausa antes de contestar. Sus ojos recorrieron el cuerpo del orgulloso prusiano desde su cabello encrespado hasta los pies, reglamentariamente cuadrados..., y un súbito resplandor de sincera alegría recorrió su cuerpo.
‑‑El robot es muy bueno ‑dijo lentamente‑. No creo que tengas que preocuparte mucho de los mandos...
Hizo una mueca y entró en la nave.
Muller tenía que estar allí varias semanas...